Daniela Miranda
COLPRENSA | LA PATRIA | BOGOTÁ
“No siento mis pies ni la espalda. El suelo es frío y hostil en medio de la noche mientras el agobio embarga. Decidimos quedarnos en Bogotá, porque el cuerpo no da para más, las ilusiones se vencieron y el bolsillo se rompió. Necesitamos quedarnos acá para recargarnos económicamente y ahí sí saltar a otro destino”.
Así empieza su relato María Gutiérrez, una venezolana de 28 años de edad, que siente el mundo a sus espaldas mientras recuerda los 31 días que le llevó recorrer a pie y en ‘cola’ -como le llaman en su país a viajar gratis en camiones- los 555 kilómetros que separan a la ciudad de Cúcuta de la capital de la República.
Pero lo que más angustia a esta foránea es que su camino no ha terminado, pues su objetivo es permanecer un tiempo corto en Bogotá mientras obtiene algunos ingresos económicos para salir en busca de nuevas oportunidades a otro destino, por lo que su peregrinaje podría ser de 858 kilómetros a Ecuador o 3205 hasta Perú.
Como María, quien es profesional en Administración Industrial en Venezuela, cada día llegan a la terminal de Transporte de El Salitre en Bogotá cerca de 300 venezolanos, con la ilusión de recargar energías y encontrar alguna entrada de dinero que les permita reunir lo necesario para continuar con su tránsito de migrante hacia otra ciudad o país.
Allí, a un costado de la terminal de transporte, se encuentra un parque que les permite morar por algunos días, hasta que las bajas temperaturas de la ciudad los obliga a seguir su camino en busca de un sustento, que generalmente encuentran en las ventas ambulantes, en el transporte público y, en el mejor de los casos, de meseros o lavadores de carros.
Actualmente la población venezolana en Colombia suma más de 935.593 ciudadanos, según las últimas cifras reveladas por las autoridades migratorias, de los cuales el 23,5 % permanece en la capital del país, teniendo en cuenta que la ciudad es un destino al cual estas personas llegan a ‘rebuscársela’, como dicen ellos, para poder mantenerse y al mismo tiempo enviar dinero a su país de origen.
“Yo pienso quedarme en Bogotá, por lo menos mientras consigo una base para salir a Ecuador y reunirme con la familia que tengo allá, pero hasta que eso se dé tengo que guerrear. La situación está muy dura en Venezuela y lo que se ganaba uno de sueldo allá no alcanzaba ni siquiera para comer dos días y yo tengo que mantener a mi hijo”, comenta María mientras recuerda que su pequeño de once años la espera en Venezuela con unas pastillas que necesita para mantener su corazón palpitando.
María tiene claro que su parada en Bogotá es por dinero. Así como ella, Carlos Atincio, quien salió de Maracaibo (Venezuela) en la última semana con destino final a Perú, paró en la capital para abastecerse y, como dice él, seguir “tirando hacia abajo”.
“No salí directamente de Venezuela a Perú porque no contaba con el suficiente dinero y estoy buscando ayuda, haber si llegó allá para establecerme. Estoy cansado de aguantar hambre como lo hago desde que empezó la crisis en mi país”, narra Carlos, quien sin conocer a María hace fila junto a ella para recibir un chocolate con pan de parte de la Fundación Atención al Migrante, de la Arquidiócesis de Bogotá.
Historias como las de ellos se han vuelto cotidianas en la ciudad. Miles son contadas en Transmilenio, la estrategia más directa para acercarse a los bogotanos, acudiendo a la venta de billetes venezolanos, dulces, galletas y no falta el que muestra su talento con una que otra canción, que les permite echarse unos pesos al bolsillo para su sustento.
Esta situación, según la hermana Valdete Willeman, misionera Scalabriniana que se dedica a acoger migrantes en todo el mundo, pone a prueba a la sociedad que se ha visto golpeada por el éxodo venezolano, ya que las principales grietas con las que llegan estas personas son en materia emocional, física y financiera.
“Lastimosamente Colombia no está preparada para recibir al otro, porque siempre hemos sido nosotros los que buscamos apoyo afuera. Pero ahora se invirtieron los papeles y nos toca aprender a convivir con un extranjero que no viene a dejarnos nada, como sí lo haría un turista, sino que en cambio llega a pedir un techo y, más importante aún, un abrazo, porque aterrizan como seres perdidos y hechos pedazos”, cuenta la misionera de origen brasileño radicada en Colombia a cargo de la única casa en Bogotá que recibe y da atención al migrante.
Con los pies en ‘la nevera’
Bogotá, reconocida coloquialmente como ‘la nevera’ por sus bajas temperaturas, no es una ciudad fácil para estas personas que llegan esperando una ayuda. El frío y la xenofobia que se evidencia cada vez con más fuerza, ante el sentimiento de amenaza que sienten las personas con la presencia de los venezolanos, la han convertido en todo un desafío para ellos.
El único lugar seguro para empezar su travesía es la Fundación, pues allí llegan entre 120 y 150 venezolanos por día buscando una ayuda, que ven retribuida en un pequeño desayuno que les da calor tras pasar la noche en un parque y los anima a continuar con su largo recorrido.
Las hermanas de la Arquidiócesis les brindan acompañamiento psicológico y, en varias ocasiones, les abren la puerta de la casa hogar, que dispone de 70 camas, para que puedan ofrecerle un descanso a sus pies, como es el caso de María y Carlos.
“Hace más o menos un año que empezó una fuerte demanda de los venezolanos que llegan a Bogotá y la única casa que los aloja es esta. Primero hacemos sentir a las personas dignas, porque independientemente de todo son seres humanos, no se debe discriminar”, detalla la hermana Valdete, quien agrega que también se les da la oportunidad de bañarse y consumir un alimento y, en muchos casos, se albergan allí entre cinco y quince días, para después salir a buscar una vivienda rentada.
Risas de niños venezolanos inundan por momentos el lugar, donde las caras demacradas de los adultos buscan un poco de oxígeno para seguir dando pasos. Con esa sensación, María espera en el patio a que le asignen una cama, sus pasos son débiles porque las heridas en sus pies no le permiten caminar con firmeza. En su cabeza espera pasar al menos una semana en la fundación, mientras organiza su cabeza y “se va a trabajar de lo que sea”, siempre y cuando sea honesto.
Según la Secretaría de Gobierno de Bogotá, el grueso de venezolanos, cuya situación no está resuelta, se encuentra viviendo en arriendo por un costo entre 150.000 y 500.000 pesos, dependiendo de la localidad que escoja.
Las zonas más habitadas son Santa Fe (4569 personas), seguido de Kennedy (4036), Suba (3873), Fontibón (2872) y Engativá (2871). Sin embargo, más de 7600 personas no reportaron lugar de residencia, por lo que el número de migrantes por sector no se define totalmente.
El subsecretario para Gobernabilidad y Garantía de Derechos de la Secretaría de Gobierno, Francisco Pulido Acuña, detalla que la ciudad ha sido caracterizada por una oferta social muy amplia con dinámicas económicas y de incorporación cultural, que se hace ver atractiva ante los ojos de los migrantes, llegando a ser el lugar “perfecto” para recargarse y seguir con rumbo hacia otros países.
“Desde el distrito apoyamos a esta población con ofertas laborales, servicios de salud, educación, entre otras. Así mismo, Bogotá es una ciudad receptora y un centro económico que atrae las expectativas de los venezolanos, que buscan obtener recursos, que en algunos casos pueden cubrirse, pero en otros no”, agrega Pulido Acuña.
Una vacuna y un aula
Salir de un clima cálido y llegar a Bogotá con su ‘bipolar’ temperatura genera que gran parte de las personas que paran en la Terminal de Transporte lleguen con afectaciones en salud, principalmente los niños y adultos mayores, por sus bajas defensas, siendo propensos a la gripa y la desnutrición.
“Cuando venía pasando el páramo sentí que moría. Es horrible porque uno solo se alimenta de migajas para semejante trayecto. Una pareja que había hablado conmigo la noche anterior a ese paso falleció por el frío, su cuerpo no resistió más. La mayoría se quedan es por los golpes de temperatura”, cuenta María, aunque las autoridades colombianas no han confirmado estos relatos que hablan de fallecimientos en medio del éxodo.
La situación ha llevado a que la Administración Distrital, bajo la tutela de la Secretaría de Salud, desarrolle jornadas de vacunación que hasta el momento han sido aplicadas a 28.682 venezolanos con 54.000 dosis, entre enero y agosto de este año, mientras que han atendido cerca de 1200 partos de mujeres migrantes que han dado a luz en la capital.
“Es imposible no prestarle los servicios básicos de salud a la población migrante y así mismo prever inmunizaciones para menores de cinco años, adolescentes, mujeres en edad fértil, mujeres gestantes y adultos mayores de 60 años”, agrega el subsecretario para Gobernabilidad y Garantía de Derechos de la Secretaría de Gobierno, quien indicó que las dosis que se han aplicado son contra difteria, tosferina, tétano, influenza, sarampión, rubeola y neumococo.
En materia de educación, durante el primer semestre de 2018, la Alcaldía de Bogotá ha otorgado cupos en instituciones públicas a 1065 niñas, niños y jóvenes provenientes de Venezuela, la mayoría residentes de la localidad de Kennedy, con 176 estudiantes migrantes, seguido de Suba (173), Bosa (146), Engativá (87), Usaquén (55) y Ciudad Bolívar (53).
“Lastimosamente no contábamos con la creciente migración, es un fenómeno que nos ha golpeado y que reflejó que no podemos dar atención y cubrir en un 100 % a la población venezolana. Desde el distrito seguimos trabajando para darle frente a esto, pero siempre es un poco complicado y nos quedamos cortos”, anota Pulido Acuña.
Mientras que los más de 1000 niños venezolanos que ya están en Bogotá estudian, en el pensamiento de María Gutiérrez ronda la idea de traer a su hijo y buscarle un cupo para que continúe con su formación académica, que se ha visto estancada por la falta de recursos en su país, pero también es consciente de que debe seguir su ruta de migrante sola hasta que llegue a Ecuador para brindarle una mayor estabilidad. Mientras tanto, afirma que lo seguirá teniendo junto a ella en la foto que guarda y con el recuerdo de la última vez que lo vio, hace 31 días.
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