Al comienzo del Evangelio de este domingo aparece la súplica de los apóstoles al Señor para que les aumentara la fe. Naturalmente que tenían fe en Jesús y por eso lo seguían, pero con frecuencia entraban en la duda; algunas enseñanzas les parecían demasiado comprometedoras; sus esquemas mentales no les permitían aceptar ciertas cosas después de “dejarlo todo por seguirlo”. No obstante, las dificultades, en un acto de sensatez, reconocen la debilidad de su fe y la necesidad de fortalecerla.
Nos dice en la Liturgia de hoy el profeta Habacuc que “el justo vivirá por la fe”. Y San Pablo exhorta a su discípulo Timoteo para que “reactive el don recibido por Dios”.
Por eso es conveniente aproximarnos al tema de la fe que le da sentido a nuestra relación con Dios. Así la define la Carta a los Hebreos: “La fe es seguridad de lo que se espera y la certeza de lo que no se ve” (11,1).
En esta definición aparece la fe íntimamente unida a la esperanza para producir la confianza, no tanto en una doctrina sino en una persona, en Cristo el Señor, como lo sentía el Apóstol cuando expresaba: “Yo sé en Quién he puesto mi fe y a Quién he confiado el tesoro de mi vida” (2Tim. 1-22).
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La verdad es que la fe la heredamos por una tradición de siglos y por eso nos tocó ser cristianos. Así no se tiene siempre la convicción personal para proceder en forma coherente con las creencias. Quizás la fe se sitúa más en la mente y en el sentimiento que en la vida.
Y esto no es de ahora sino de siempre. Ya lo decía en su carta el apóstol Santiago: “Muéstrame tu fe sin obras que yo por mis obras te mostraré mi fe…y la fe sin obras está muerta” (2, 18, 26).
La fe a veces se manifiesta ocasionalmente, es decir cuando lo exigen las circunstancias, como ocurre en las emergencias, cuando se ve difícil la situación; en los compromisos familiares o de amistad, como cuando se presentan funerales o recepción de sacramentos con sentido social: bautismos, primeras comuniones, confirmaciones y matrimonios.
También son ocasión propicia para manifestar la fe algunas celebraciones religiosas como la Semana Santa, por el ambiente que invita al recogimiento y a la oración.
Todo ello, desde luego, tiene su valor y su mérito; pero la fe comienza a madurar cuando se la busca con esfuerzo, cuando se lleva a la práctica en forma constante, en las buenas y en las malas, y se pide este auxilio de lo alto como lo pedía el personaje del Evangelio: “Creo, Señor, pero ayuda mi incredulidad” (Mrc. 9,24); cuando la transmitimos a los otros porque la fe, como afirma el papa Juan Pablo, “se fortalece dándola” (R:M: 2); cuando participamos en las celebraciones para alabar al Señor, para agradecerle y para pedirle ayuda en las dificultades que se presentan en el diario acontecer.
Nos toca también, con San Agustín, considerar que la fe no es solo “creer en Dios, ni creerle a Dios sino ir hacia Él; y en este sentido la fe apenas se distingue del amor”.
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¡Cómo necesitamos la fe en los tiempos actuales¡. La fe en nosotros mismos, en nuestros hermanos, en el mundo en que vivimos, y, por sobre todo, en Dios. Esta fe le dará sentido a la vida y, en su momento, también a la muerte, en el encuentro con el Señor.
Recordemos, finalmente que las cosas se aprenden a hacer haciéndolas. También la fe se tiene, teniéndola. Como se hacen los caminos, caminándolos.
Lucas 17,5-10
“Somos siervos inútiles, solo hicimos lo que teníamos que hacer".
Palabra del Señor
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