Padre Camilo Arbeláez
LA PATRIA | MANIZALES
Lucas 17,11-19
“Levántate, tu fe te ha salvado”.
Hace ocho días centrábamos el comentario del Evangelio en el don inestimable de la fe, mientras pedíamos al Señor, como los apóstoles, que nos ayudara a tenerla más fuerte y comprometida. Veíamos la fe íntimamente unida a la esperanza y muy cerca del amor, cuando creemos en Dios, y, a la vez, lo buscamos para hacerlo nuestro amigo y el centro de nuestra vida.
Hoy seguimos con el mismo tema de la fe al considerar la presencia de los diez leprosos que, desde lejos, por exigencia de la Ley, le dicen a Jesús: “¡Ten misericordia de nosotros “! Jesús les atiende la súplica y les manda presentarse a los sacerdotes. Ellos emprenden el camino y de pronto se sienten curados de su mal. Solamente uno volvió a darle las gracias a Jesús. Era samaritano.
Interesante la presencia de los samaritanos en la vida de Jesús. No obstante, estar distanciados de los judíos, el Maestro ve en muchos de ellos la sinceridad, la buena voluntad y el corazón abierto al amor.
Samaritano fue el hombre de la parábola que “se acercó al que cayó en manos de los bandidos en el camino de Jerusalén a Jericó, le curó las heridas con aceite y vino, lo llevó a una pensión y pagó por él”. El mismo que al compadecerse del prójimo en necesidad, fue puesto como modelo para imitar cuando le dijo Jesús al doctor de la Ley: “Vete y haz tú lo mismo”. (Cf. Luc. 25-37).
Samaritana fue también la mujer que entra en diálogo con Jesús junto al pozo de Sicar, y en un proceso admirable de comunicación descubre en él, primero al hombre que “cansado del camino” le pide de beber; luego descubre al amigo con quien empieza a simpatizar; después al profeta que le anuncia “el don de Dios”; aparece enseguida la figura del Mesías esperando; y finalmente le habla de Dios a quien se adora “en espíritu y en verdad” (Cf. Jn. 4, 2-25).
Veamos ahora las enseñanzas de Jesús en este pasaje del Evangelio. Él se queja de los que reciben la curación y no retornan a agradecerle. Se olvidan que “todo es gracia” y favor del Señor. La verdad es que las súplicas que hacemos son más para pedir que para agradecer los beneficios divinos.
Agobiados muchas veces por los afanes temporales nos olvidamos de “lo único necesario” (Luc. 10,42) de que hablaba Jesús en la casa de Betania, refiriéndose a María que “escogió la mejor parte” en un encuentro para escuchar su palabra y su mensaje de amor.
Nos toca también ver la fe como compromiso. El leproso agradecido fue curado, pero recibe de Jesús la orden de levantarse y caminar. También nosotros cuando nos reconciliamos con Dios quedamos limpios del pecado, pero comprometidos en la forma de la vida y en emprender con ánimo y alegría de nuevo los caminos del bien.
Ciertamente nos salvará la fe, pero si cumplimos el mandato de Jesús: “levántate y anda”. La fe siempre exige una respuesta generosa del hombre. Así lo han entendido en todos los tiempos los verdaderos seguidores de Jesús. Podemos decir entonces con San Agustín: “Señor, te buscaré deseándote, te desearé buscándote; amándote te encontraré, encontrándote te amaré”.
Que no nos cansemos de pedirle al Señor, como los apóstoles, que “nos aumente la fe”, mientras cumplimos su exigencia de “levantarnos y caminar”.
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