Punto de encuentro
Añoranza del pesebre
Orlando Sierra Hernández
LA PATRIA | MANIZALES
El pesebre que hacíamos en mi casa comenzó como miscelánea y terminó
como cacharrería al por mayor.
Qué le voy a hacer, soy un romántico empedernido. Diciembre que
llega, diciembre que me pone nostálgico. Los recuerdos de la infancia
me salen al paso en todo momento y en especial los del pesebre. Más
que recuerdos es nostalgia la que tengo por él. Me entristece no ver ya
aquellos pesebrazos de mi pueblo que tenían cascada hecha de tiras de
papel aluminio, un espejo grande que simulaba un lago con cisnes de
plástico encima, casitas de acrílico formando un pueblito con su iglesia
de barro cocido, pastores y ovejas, caperucita roja, estrella titilante y
reyes magos en camellos nada lánguidos.
Esos, claro está, eran pesebres de concurso, aptos para las novenas
grandes. A esas casas uno llegaba en barra, todos con el cascabel de
tapas de gaseosa, a cantar villancicos a pulmón partido. Por premio se
comía natilla en ésta, buñuelos en aquella, morcilla en la casa de más
allá. Total, se terminaba «piponcho» de la tragantina. Hasta pesadillas
le daban a uno de tantas y tan disímiles cosas que comía. En mi caso
siempre eran situaciones en las cuales el Niño Dios me amenazaba con
no traerme regalos, si en vez de rezar y cantar la novena con devoción
pía, seguía pensando en la hora de la repartición de la comida, o miraba
de reojo a alguna chica.
Fueron tiempos maravillosos. En casa, por cierto, nunca pudimos
hacer un pesebrazo de esos. Los hicimos chiquitos, aunque no tanto como
las miniaturas que venden hoy día. Era un pesebre en un rincón de la sala
al que le poníamos de todo. Hasta el Niño Dios antes de nacer. Qué cosa.
El primero que armé con mis hermanos tuvo cortinas con papel periódico
a la entrada de la choza, los caballos en los potreros eran horquetas de
guayabo y como no teníamos buey pusimos dos mulitas echadas al lado
del Niño Jesús, la una con unos cachitos de plastilina azul simulando el
buey. Hay que decir que en esa oportunidad la choza tuvo celador por
cortesía nuestra: un viejito de uniforme con peinillita, y Baltazar, el mago,
pudo hacer presencia, gracias al empeño de mi hermana mayor que le
puso un esparadrapo en la cintura y pegó sus dos mitades.
Nos sentíamos lo máximo con nuestro pesebre. No invitamos a
nadie a rezar la novena porque no había cómo dar natilla o dulces, pero
nosotros la rezábamos a las volandas antes de ir a casa de los vecinos.
Pero no sólo el problema de no tener que dar de comer era lo que nos
impedía que los demás vinieran a rezar a nuestro pesebre. Era la conciencia
de que teníamos un pesebre surtido como una miscelánaea y por
lo mismo para el consumo doméstico, exclusivamente. Había que evitar
mofas, que hieran nuestro orgullo.
¿Cómo explicar a quien se aventurara a verlo, por qué había por
allí, hecho en plástico, un Tarzán pegado de un bejuco, con Chita al
hombro? Difícil, igual la presencia de El Fantasma asomando atrás de
la estrellita encima del pesebre; de cuatro soldaditos verdes, camuflados
a lado y lado del camino de los reyes magos; de Mandrake entrando al
pueblo de casitas de cartón, que le llegaba al pecho; de una Mafalda de
trapo sentada en el musgo (éramos depredadores entonces); de Santo el
enmascarado de Plata, agarrado con Mil Máscaras junto a unas ovejas
pastoreadas por dos pistoleros de plástico. Todos ellos eran cachivaches
de mi hermano Toño, entonces apegado a todo lo que representara tiras
cómicas o películas.
Se veía raro, lo sabíamos, pero era nuestro pesebre. Tanto que
desde que lo hicimos por primera vez, hasta que lo dejamos de hacer el
día que papá entró con un pinito cortado (era depredador él también),
nuestro pesebre había alcanzado la condición de cacharrería al por mayor.
El último no sólo tuvo todo lo anterior, salvo la mula de más que
reemplazamos por el buey, sino que le metimos un helicóptero de cuerda,
la Mujer Maravilla, el Apolo XI con todo un astronauta saliendo de la
cabina, un muñequito de Fidel Castro rascándose la espinilla, a Pelé
haciendo la 31 y lo que haría historia para la eterna carcajada de cada
24 cuando nos reunimos en casa: un teléfono, de plástico rojo, grande,
que colocamos junto a un lado del pesebre, no cabía adentro, para que
San José avisara del nacimiento al Divino Padre. Lástima, que ahora con
la telefonía celular, lo que era una pilatuna de muchachos se volvió una
campaña publicitaria. ¡Cómo cambian los tiempos!.
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