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No le dedicó un soneto, un escuálido haikú, una oda, una milonga, un cuento más corto que los de Monterroso.
Es más, para Borges, Gardel, fallecido hace 85 años, el 24 de junio, era francés. Cuando le cambió la nacionalidad en una entrevista para la emisora HJCK en 1963, don Jorge se quedó impávido como un queso pornográfico. Ese lapsus lo asumió como un poema más.
En su última visita a Medellín, próximo a aterrizar en el aeropuerto Olaya Herrera (Las Playas, se llamaba entonces), bromeó con su vecina de silla, la bethoveniana Beatriz Cuberos, esposa del alcalde de Medellín, el mozartiano Jorge Valencia Jaramillo: “Si muero en un accidente aéreo, seré famoso como Gardel”.
El pasaporte chamuscado de Gardel encontrado entre los restos del avión accidentado, ratificaba su condición de uruguayo. Lo encontró el cronista Antonio Henao Gaviria quien dio, solito, la chiva de la tragedia. Henao Gaviria transmitió casi que por señales de humo, a través de la radio que estaba en pañales.
Borges tuvo oportunidad de ver cantar una noche a su vecino uruguayyyyo. Antes, en el mismo cinematógrafo, presentaban una película muda que le causó “una impresión épica”. Sabía que luego cantaría Gardel, pero para que no se le borrara esa sensación desocupó la sala en compañía de su lazarillo de turno. Lo dejó para después, o sea para nunca.
A sus espaldas, muchas de sus letras reencarnaron en milongas, o en “esa ráfaga, el tango”, como lo llamaba. Le gustaban las voces de Jorge Vidal y de Edmundo Ribero.
En la intimidad se daba licencias tangueras. Contaba un sobrino suyo que una vez que Borges no lo sintió llegar, lo sorprendió cantando “Polvorín”: “Te gustaba la voz de Gardel. Lo que te disgustaba de él era su endiosamiento póstumo, su aspecto físico y la tontería de muchas de sus canciones”, lo sapea la joya de su sobrino
Borges, interrogado por Álvaro Castaño, director de la HJCK, admitió que “el mayor descubrimiento de Carlos Gardel, además del encanto peculiar que hay en su voz, fue el de dramatizar el tango, es decir, él fue un innovador.
Se daba sus licencias, don Jorge Luis. En otra ocasión vez escuchaba tangos en compañía de su madre, Doña Leonor Acevedo, en casa de un amigo, en Texas.
“Mi amigo paraguayo puso en el tocadiscos tangos que a mí me desagradaban, y, de pronto, con mi madre nos dimos cuenta de que los dos estábamos llorando. O sea que había algo de nosotros que gustaba de esa música, algo que misteriosamente nos conmovía, mientras que nuestra inteligencia lo condenaba”, agregó el memorioso de Buenos Aires.
Para darle de comer a la nostalgia, en la capital gaucha visité la tumba de Gardel, en el cementerio de La Chacarita. Lo primero que vi en el cementerio fue un gato salido de un poema de Borges. De esos felinos que “viven en la eternidad del instante”.
Tuvimos a Gardel para nosotros solitos. Eran las cinco de la tarde cuando los muertos de La Chacarita se retiran a dormir dentro de su propia muerte. Le expresamos nuestra perplejidad y regresamos a “mi Buenos Aires querido”.
Borges llega a Medellín para una visita de tres días invitado por el alcalde Jorge Valencia Jaramillo en noviembre de 1978.(Foto de Jairo Osorio publicada en el libro "Borges, memoria de un gesto").
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