José Miguel Alzate
LA PATRIA | Manizales
El primer cuento lo escribió cuando contaba apenas con once años de edad. Era estudiante de quinto elemental en el Colegio La Esperanza, de Cartagena. Sus padres lo enviaron a estudiar allí, como interno, porque en San Bernardo del Viento no había sino hasta tercero de primaria. Lo tituló “El ancón”. Era una historia sobre una piedra inmensa que lleva ese nombre. Estaba en la orilla del mar, y decían que guardaba en su interior los tesoros de los piratas. Mucha gente se subía a ella con el ánimo de extraer las riquezas que tenía adentro. Pero la piedra se hundía con ellos. Para salvarse, tenían que jurar que nunca más volverían a hacerlo. Entonces la piedra emergía del agua, y todos salían corriendo. Lo publicó en el suplemento literario La mala palabra, que circulaba los sábados con el Diario de la Costa.
Su nombre es Juan Antonio Gossaín Abdala. Pero en Colombia lo conocen, simplemente, como Juan Gossaín. Es hijo de un inmigrante libanés que llegó a San Bernardo del Viento con la oleada de turcos que llegaron a América Latina después de la Primera Guerra Mundial. Juan Gossaín Lajud, su padre, montó un negocio en el pueblo. Tenía un mostrador de vidrio donde se exhibían telas, camisas y medias. De niño, este hombre a quien le cambió la vida después de que envió a El Espectador una crónica sobre la extraña aparición en su pueblo de unos cajones inmensos de madera que contenían un hospital prefabricado, debió hacer de mensajero para entregar en las casas de los clientes las compras que le hacían a su papá.
Todos los días, antes de las cinco de la mañana, se instala en un mirador que desde su apartamento en el piso 23 de una torre en la bahía de Cartagena le permite ver “el espectáculo incomparable del amanecer que revienta como una rosa sobre el Caribe”. Entonces ve cómo el agua del mar se pone roja y amarilla mientras en el horizonte empiezan a aparecer los rayos del sol. Es cuando contempla, sorprendido, las bandadas de gaviotas y alcatraces que, en pacífica convivencia, surcan el cielo de la bahía en busca de alimento. Se acomoda en una silla y, poco a poco, empieza a devorar libros. Esta es, ahora, su rutina en la mañana. Una tranquilidad que alcanzó después de haber sido director, durante 26 años, de noticias RCN.
En San Bernardo del Viento, este periodista que alguna vez fue empleado de una empresa arrocera encontró las historias que lleva a los libros. De allá es ese personaje que en La balada de María Abdala se llama Lamparita, un hombre humilde que debe enfrentar, desde su lecho de enfermo, la osadía de su perro para robar en todas partes sin dejar huella, y luego dejar a un lado de su amo lo robado. El lector puede creer que esto es fantasía. Pero no. Ocurrió en ese pueblo donde su papá se convirtió en compadre de todos porque cargó más de quinientos niños en el momento del bautizo. Fue tanta su influencia que los pobladores lo buscaban para pedirle consejos. Llegaba un hombre y le decía: mire don Juan: el hijo de Carmencita quiere casarse con mi hija, pero a mí ese muchacho no me gusta. Si usted me dice que lo acepte, yo lo hago.
Fue en el Colegio la Esperanza donde se dio cuenta de que su proyecto de vida estaba en la literatura. Como era un estudiante travieso, de esos que le tiraban tiza al profesor, era castigado con frecuencia. En los nueve años que estuvo en el plantel lo encerraron cuarenta veces en la biblioteca. El castigo fue para él un premio: empezó a devorar libros. Pero no le atraían las historias para jóvenes. Buscaba libros de trascendencia. Le comentó al profesor José Manuel Guerrero, que en el colegio apodaban el papa Guerrero, (porque decía que era infalible) de su inquietud por la lectura. Y sin pensar que en él iba a encontrar un estímulo a su vocación, aceptó las sugerencias que le hizo. Fue así como llegaron a sus manos dos obras que serían definitivas en su formación: El Quijote de la Mancha, de Cervantes Saavedra; y Romeo y Julieta, de William Shakespeare.
La pasión por los diccionarios le viene como herencia. Como el personaje de La balada de María Abdala, su padre empezó a leer diccionarios apenas unos meses después de haberse establecido en San Bernardo del Viento. Los leía con pasión. Bertha Abdala, su mujer, que lo veía caminar por el largo corredor de la casa, le decía que si se iba a alimentar de eso. Ella no entendía cómo un hombre en sus cabales dejaba de atender a los clientes solo por no apartar la vista de un diccionario. Fiel a la herencia, el hijo muestra hoy, orgulloso, los 124 diccionarios que tiene en su biblioteca. Entre ellos sobresalen los doce tomos del Diccionario de construcción y régimen, de Rufino José Cuervo. “Yo soy verbívoro: me alimento con sopa de subjuntivos, sudado de gerundios, jugo de adverbios y postre de sustantivos”, dice como para aclarar cualquier duda.
Juan Gossaín es el tercero de cinco hijos. Considera, sin embargo, que su familia es numerosa porque de niño sus amigos eran como sus hermanos. Sobre el tema cuenta esta anécdota: “Una tarde iba con mi mujer por el centro de Cartagena y, de repente, de un bar sale un hombre vestido de mesero. Al verme, se me abalanza y me da un abrazo, diciéndome: ¡Qué hubo, hermano Juancho¡ Margoth, sorprendida, me dice: no sabía que tuviera otro hermano. Entonces me tocó explicarle que ese hombre había sido mi compañero de escuela en San Bernardo del Viento”. Es que el periodista que todas las mañanas editorializaba en la radio sobre los problemas de Colombia se levantó en un pueblo donde no existían las diferencias sociales. “Todos nos tratábamos como hermanos”, sentencia.
Conserva esa que el mismo llamó “horrenda voz de sirena de buque”. Dice que desde niño ese ha sido el sonido de su voz. Entonces cuenta que cuando tenía ocho años su mamá lo obligaba a trabajar los domingos en el almacén. Él se hacía detrás de la vitrina. Como era tan pequeño, los compradores “se espantaban cuando oían aquel gruñido de viejo sin saber de dónde salía”. Así explica el tono de esa voz que toda Colombia identifica porque durante más de 40 años entró a las casas sin pedir permiso. Pero insiste en que su voz no le ayuda. Tanto, que en una entrevista se atrevió a decir: “Cada vez estoy más convencido de que con esta voz que Dios me dio lo mejor que pude haber hecho fue quedarme callado”.
A García Márquez lo conoció, por casualidad, en Cartagena. Durante los encierros en la biblioteca, Juan Gossaín se encontró una edición del libro La mala hora. Como supo que el autor era costeño, lo leyó con interés. Un día se enteró de que en el Festival de Cine de Cartagena iban a proyectar la película Tiempo de Morir. Enterado de que el guion era suyo, buscó la forma de ir a verla. sin pensar que en ese teatro podría conocer al escritor. Disfrutando la historia de Juan Sayago cuando vuelve a su pueblo después de pagar una condena de 18 años, escuchó cuando uno de los personajes pronunció el nombre San Bernardo del Viento. Se llenó de emoción. Al terminar la proyección, vio al novelista recostado contra una pared. Entonces se le acercó, y le preguntó por qué había hecho mención a su pueblo. La respuesta fue contundente: “Porque es un nombre muy hermoso”.
Ha escrito páginas memorables sobre su pueblo, rescatando la idiosincrasia de su gente, narrando historias llenas de fantasía. Al leerlas, la gente se da cuenta de que tiene frescos los recuerdos de su infancia. Por esta razón, nadie creería que desde ese 4 de septiembre de 1969, cuando abandonó San Bernardo del Viento, Juan Gossaín nunca ha regresado a ese espacio geográfico donde descubrió cuenteros fantasiosos que nutrieron su imaginación. El cronista le pregunta por qué tomó esa decisión. Y mirando las gaviotas que vuelan sobre las olas, contemplando ese paisaje espléndido que le ofrece el mar cuando parece besarse allá a lo lejos con el azul del cielo, contesta: “No quiero confrontar la realidad de verme recorriendo las calles de un pueblo que en mis recuerdos siempre aparece como un referente de mis años de juventud”.
Colombia tiene conocimiento de que es un apasionado por los crucigramas. En la mañana, antes de sentarse frente al computador, uno de sus pasatiempos favoritos es marcar con un lápiz esos cuadritos en blanco que deben llenarse con letras para formar un nombre. Tomando un periódico que está sobre la pequeña mesa del mirador, lo abre y dice: “Los crucigramas son para mí el mejor entretenimiento. Yo no veo televisión ni escuchó radio. Mi mejor pasatiempo es llenarlos. Tengo en mis archivos más de cinco mil resueltos”. Cualquiera podría pensar que un hombre que se retiró del periodismo para dedicarse a escribir no dedica tiempo a resolver crucigramas. Pero para él son un ejercicio que le permite mantener la mente en calistenia.
Recordando personajes que toman vida en sus obras, como ese Cacique Miranda que de anónimo ayudante de chiva pasó a convertirse en un hombre acaudalado, como esa Mayito Padilla que se dedica a regar chismes por todo San Bernardo del Viento, como ese Bolatriste que una tarde se suicida dejándose llevar por el mar, como ese hombre solitario que conversa con un pájaro como si le hablara a un ser humano o como ese otro que mató a un tiburón de una trompada, el cronista le pide a Juan Gossaín que le cuente una de esas historias con que cautiva a sus contertulios. Entonces cuenta esta: “Una paisana mía, de nombre Espiritualidad Julio, que tenía 92 años, había comprado su ataúd, y lo tenía en la sala. Como en esa época en el pueblo no había funerarias, los ataúdes se compraban en Lorica. Espiritualidad se acostumbró a dormir dentro del ataúd. Un día murió alguien, y no había un ataúd para enterrarlo. Entonces ella lo prestó. Con tan mala suerte que cuando Espiritualidad se murió no había ataúd para ella".
Miembro de la Academia Colombiana de la Lengua, ha escrito diez libros donde están explícitos sus júbilos interiores. ¿Qué autor lo ha marcado?, le pregunto mientras hojeo una edición de El Ulises, de James Joyce, que posa sobre la pequeña mesa del mirador. Y este fabulador que escribe historias llenas de magia, que tiene a San Bernardo del Viento como su mayor referente literario, que siente el vallenato con la misma pasión con que lo sentía García Márquez, contesta mientras mira el mar: “¿Me creería si le digo que el escritor que mayor influencia ha ejercido en mí es Cervantes Saavedra?”.
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