Padre Camilo Arbeláez
Vamos ya casi llegando a la Semana Mayor, llamada “Santa” no sólo por celebrar en ella los misterios inefables de la Redención, sino por ser un medio eficaz de maduración en la fe y en el amor para quienes buscamos a Cristo como la razón última de la esperanza cristiana.
El Evangelio de San Juan de este domingo cuarto de Cuaresma nos dice que “Jesús debe ser levantado para que todo el que crea en él tenga vida eterna”. Es muy frecuente en la enseñanza de Cristo, el tema de la vida, de la vida en plenitud. Lo dijo muy claramente: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn.14,6). Y nos dirá también: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn. 10,10).
Aunque Jesús se refiere a la vida perdurable, su mensaje tiene que ver igualmente con la vida presente, que no por ser pasajera, deja de tener sentido auténtico, mientras se hace responsable y abierta a la felicidad que todos buscamos desde el fondo del alma. La vida eterna, como la salvación, se van alcanzando en la esperanza durante nuestro caminar por la tierra. Ya lo dijo el clásico poeta Jorge Manrique:
“Este mundo es el camino,
para el otro que es morada sin pesar;
mas cumple tener buen tino
para andar esta jornada sin errar”.
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Es admirable la expresión del Evangelio cuando nos muestra un Dios infinitamente misericordioso y bueno: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su único Hijo para que no perezca ninguno de los que crean en él. Porque Dios no envió a su Hijo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él”.
En esta forma la Redención se nos muestra como una obra de amor. Jesús asumió nuestra naturaleza humana y “se hizo en todo semejante a nosotros, menos en el pecado” (Heb. 4,15). Y por amor “se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz” (Fil. 2,8). El no vino a condenar sino a salvar; su misión no fue de censura ni de rechazo sino de animación y de acogida para todos los que lo buscan con corazón sincero y con buenas obras.
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Con frecuencia nos distanciamos de la vida y del testimonio de Jesús cuando presumimos, como los fariseos, y nos creemos superiores a los demás pensando que no somos “como los otros hombres”; cuando miramos “la pajita” en el ojo ajeno sin observar “la viga” que tenemos en el propio; cuando ponemos cargas a los demás que no queremos ni somos capaces de llevar.
Pensemos, además, en otra advertencia de Jesús cuando nos dice que “vino la luz al mundo y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas” (Jn. 3,19). Es que cuando se hace el mal todo se oscurece en el corazón.
Jesús nos sigue animando cuando afirma “Yo soy la luz del mundo, quien me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida”. (Jn. 8, 12).
Los días santos que van llegando vienen llenos de los dones de Dios. Dispongámonos a recibirlos con el alma abierta y purificada. Así, cuando pase la Semana Santa, algo grande y santo habrá pasado en nosotros, porque para los que aman a Dios “todo es gracia” y todo contribuye al encuentro con el Señor.
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