FELIPE MOTOA FRANCO
LA PATRIA| MANIZALES
Esta es la memoria del horror en los habitantes de El Congal. El recuerdo de la candela que llevó a cenizas lo que fue esta aldea de Samaná (Caldas). La remembranza del fuego que se dieron los armados por encima de los campesinos. Es la historia de un lugar pacífico que se volvió infierno y hoy no sabe si volverá a ser paraíso.
Casas de madera levantadas por cincuenta años, sembrados de yuca, maíz y café eran el entorno de la vereda, en una loma que se desprende desde el corregimiento de Florencia hacia el cañón del río Samaná. Fue despensa de Sonsón y Nariño (Antioquia). Había templo, escuela y puesto de salud; 400 personas que vivían al amparo de lo que ofrecía la tierra.
"Lo que la gente no cree y no sabe es que esto en diciembre y Semana Santa era muy bueno, pura dicha", dice Mariela Herrera, destacada antes como la guisadora de los mejores sancochos de gallina. "Era un terreno despejado de maleza, con la cancha en el centro y los caminos para llegar a la casa de los vecinos", reconstruye José Octavio Echeverri, de 68 años, protegido con un crucifijo en el pecho y con el zurriago en la mano. "En el filito de allí arriba estaba el aeropuerto, al lado de mi granero", agrega, dibujando con su dedo lo que hubo: un plan usado por la Fuerza Aérea para descargar la guerra.
Omaira Duque tenía 15 años cuando padeció el desplazamiento forzado. A sus 27 años es madre soltera y desea regresar a la tierra que la vio nacer.
Maleza. Ruinas. Tierra. Es lo que encuentran. 11 años después de que el conflicto les dio una patada que los obligó a dejar su mundo, sus cultivos, su arraigo. Alrededor de 150 personas llegan a El Congal en una jornada que organiza el Departamento para la Prosperidad Social. Localizaron a los que más pudieron, les ofrecieron hospedaje, alimentación, transporte en buses escalera y los llevaron a su viejo territorio. Quieren convencerlos de hacer el retorno. ¿Pero cómo y en qué condiciones?
La llegada a El Congal representa un desafío para los riñones. Desde Manizales son diez horas: seis en vía pavimentada hasta Norcasia, dos más por trocha hasta Florencia, hora y media en un camino que a duras penas aguantan los camperos y al final una caminata de 50 minutos, entre faldas y lodazales. Es llegar a los confines orientales de Caldas, donde limita con Antioquia. Hace parte de la gran selva de Florencia, un Parque Nacional Natural de 10 mil 19 hectáreas cuya temperatura se mueve de los 17 a los 22 grados centígrados. Excepción es que no haya niebla.
Las Farc pusieron la vista en estas tierras a principios de los años 90. Es un punto clave de la Cordillera Central, próximo al río de la Magdalena, y el suelo es ideal para el cultivo de coca. Su área de operaciones, formalizada por el Frente 47 que encabezaba alias Karina, se ubicó en la montaña que del corregimiento se desprende hacia el cañón del río Samaná.
En 1996, un miércoles de ceniza, se tomaron por primera vez Florencia. Luego hubo otras incursiones con mayor o menor impacto sobre la Fuerza Pública, pero siempre con angustia para la población. "Aquí se metieron los milicianos y desde aquí le disparaban a la estación de Policía. Mi familia y todo el mundo a correr, a meternos debajo de las camas, muertos de miedo", recuerda el dueño de una cafetería en el parque principal de esa población.
A principios de la década del 2000 las Autodefensas Campesinas delMagdalena Medio (Acmm), comandadas por Ramón Isaza, empujan sus huestes desde Norcasia y el corregimiento samaneño de San Diego, al oriente, con apetitos de tomarse lo ocupado por la guerrilla. Convierten este último corregimiento en su fortín y dominan la parte alta de los cerros. La zona baja es para los insurgentes. En medio de la pugna queda la gente.
"Esto (El Congal) era un pesebre de gente trabajadora y pequeñas fincas. No faltaba la comida. Hasta que los bélicos se lo tomaron como guarida para controlar los sembrados de coca. El abandono del Estado y la falta de oportunidades facilitaron que eso pasara", ilustra el padre José Humberto Cortés, testigo de primera línea en el conflicto. Hace 18 años tomó el hábito y desde entonces permanece en el Oriente caldense, entre Pensilvania y Samaná. Hace tres horas procura remover la yerba, a punta de machete y voluntad, que se apoderó de unas ruinas, tiznadas: las paredes de lo que fueron el templo y el puesto de salud.
La guerra incubó sus huevos de a poco. Los alzados en armas transitaban por una y otra vereda en busca de información y cabezas enemigas. La especialidad de Mariela Herrera se le convirtió en arma de doble filo: llegaban los paracos y tenía que prepararles sancocho; venían los milicianos y qué tal donde no les cocinara. Obedecía órdenes de hombres desconocidos que, con fusil al hombro, se proveían en el granero de su esposo José Octavio Echeverri. "Estábamos entre la espada y la pared", precisa Egidio Henao, de 53 años, desplazado con su esposa y media decena de hijos.
El nerviosismo tomó forma de diablo cuando a la profesora Edith, nadie atina al apellido, la pararon junto a tres docentes en una subida hacia Florencia. "Bájense de las bestias", ordenaron los paramilitares. Edith se despojó de una cadenita de oro y sus anillos, se los entregó a un compañero y se dispuso a responder preguntas. Luego de unos minutos dejaron seguir a los otros, pero a ella la dejaron retenida. Nunca más se tuvo noticia de su paradero.
A la escuela asistían unos 60 estudiantes, desde primero hasta noveno. Décimo y once se cursaban en San Diego, pero quienes impusieron el mando en ese lugar sentenciaron: "Todos los que suban de Florencia, El Congal, La Tolda, La Cumbre y demás veredas son guerrilleros, y se mueren porque vienen a hacernos inteligencia". Los grados de bachillerato descendieron. Murió la libre circulación.
De un año para otro los disparos de fusil taparon el canto de los grillos: "Hubo épocas de tres enfrentamientos por semana. Por la cuchilla asomaban los paracos que venían de San Diego y desde abajo, donde está la imagen de la Virgen, les respondían a tiros. Los paras tiraban morteros que caían en la parte baja de El Congal, en las casas. Eso fue duro", comenta Egidio. Observa las ruinas, con los ojos negros de resignación: "Aquí no hay nada. Yo tenía la finquita allí abajo, pero se cayó, aunque me acuerdo del lote y el lindero", y trata de reconstruir lo que se tragaron el monte y los años. La Virgen, aunque fracturada, se mantiene en pie.
Adolescentes, que 11 años atrás eran bebés o infantes, llegaron a lo que fue el hogar de sus padres: encontraron ruinas. "Me habría gustado conocerlo antes, dicen que era hermoso", expresó Diego Andrés López, de 14 años.
Marcelino Marín Narváez no sabe firmar. La cédula que tiene es la misma de siempre, la de toda la vida, la que certifica sus 75 años. Es de los contados que en la época dura de la violencia se resistió a dejar la tierra que lo vio nacer y con seguridad, afirma, lo verá morir. Vive muy abajo, más cerca del río que de Florencia. Es soltero. Enrique y Cristóbal, sus hermanos, son la única compañía. De su boca las palabras salen despacio. Entrecierra los ojos de un azul muy claro: "Por aquí pasamos miedos. Éramos en la casa encerrados y esas balas apenas zumbaban por los lados, por encima. Tocó aguantarse el cólico porque no tenía un peso pa salir y comprar algo, ¿qué más iba a hacer?".
Los proyectiles del Ejército igual impactaron la zona. Como tenían identificados los corredores de los rebeldes, no fueron pocas las veces que aviones y helicópteros artillados "fumigaron" sobre las montañas. Los civiles no tenían más escudo que sus viviendas en madera de comino y las plegarias a Dios para que no se les acabara la vida. Niños de ocho, diez y doce años, recuerdan un día, corrían jugando al fútbol, cuando el tucu- tutu- tucu del helicóptero advirtió... Las ráfagas pasaron cerca y los pequeños se resguardaron bajo un alimentadero de ganado. Temblaban. No olvidan el sonido.
Las familias López, Betancur, Marín, Herrera, Bermúdez y Echeverri fueron el tallo genealógico de la vereda. De sus cruces resultaron más familias, se hizo la comunidad. Eran los de siempre con los de siempre. En el 2001 los asesinatos dejaron de ser eventos y se convirtieron en la constante. En los rastrojos, en los solares, en cualquier parte. Advertencias que iban y venían de lado y lado caían sobre los pobladores.
El 15 de noviembre de ese año dos milicianos bebían cerveza en un pequeño bar. Los hermanos Germán y Luis Alberto López, campesinos no mayores de 35 años, hacían lo propio en su mesa. Por el camino que lleva al sitio bajaron dos paramilitares armados hasta los dientes; entraron en la población, irrumpieron en la cantina y apuntaron a matar, pero los milicianos se escabulleron por detrás. Quedaban los López: los sacaron a la calle y sin dejar que hablaran descerrajaron mortales disparos sobre sus cabezas. Los asesinos se retiraron a paso lento.
Todos conocen el episodio porque eran primos, hermanos, sobrinos, tíos, cuñados, padres e hijos. Fue un punto de quiebre. "Por los lados del cementerio enterré los sesos de uno de los muchachos que mataron", dice Rodrigo Londoño, quien vino a pasar revista sobre lo que fue su hogar. No se quita el sombrero y volea el machete en apoyo del sacerdote que lucha contra 11 años de abandono y mala yerba.
"Gente de toda la vida, conocidos por años, empezó a tener desconfianza entre sí, creyendo que eran de los bandos. Pero no, no eran de los grupos. Era una desconfianza impulsada por el miedo", explica Freddy Arango, líder comunitario de Florencia y desplazado en su niñez. Las puertas, que siempre estuvieron abiertas, se llenaron de candados, y la gente se encerró en la angustia.
Las Farc aprovecharon una misa dominical de principios del 2002 para transmitir un mensaje a San Diego. El padre José Humberto lo recibió y a su vez lo comunicó a los feligreses: la guerrilla venía a quemar todo. Todo. En un dos por tres se desocupó el corregimiento. Huyeron a Norcasia y otros pueblos. "Quedamos cuatro personas, una en cada esquina, mirándonos a ver qué nos pasaba. Un pueblo fantasma. Y de ahí quedaron en los paramilitares las ganas de hacer lo suyo", cuenta el religioso. El incendio no se consumó, pero el daño estaba hecho.
Grupos de cinco, ocho y diez personas continuaron el éxodo en los campos de Samaná, mientras la guerra no cejaba. En El Congal se aferraban a su historia y creían que era posible aguantar la situación. Hasta que en un día "mi familia y yo íbamos con una carga de café para Florencia y nos pararon. Nos dijeron que teníamos hasta el otro día para irnos, si no, nos ateníamos a las consecuencias", revela Maira Duque, rubia que no logra contener la cascada que se derrama de sus ojos. Tiene 27 años y es madre soltera.
El ultimátum fue general. La vereda se desocupaba porque los paras iban a incendiarla. Los 400 que vivían al amparo de la tierra fueron expulsados. "Los buses escalera salían mamados, llenos de gente para Florencia, no les cabía nadie más", precisa Maira, arruga el ceño y cuestiona: "¡por qué, por qué!, ¡por qué teníamos que pagar nosotros la guerra de otros!". Agacha la cabeza y toma asiento en una piedra. Observa los despojos de la vereda. Intenta reponerse.
Señal de mina antipersonal desactivada por el Ejército, en el camino que conduce de Florencia a El Congal.
Luis Alfonso Londoño, propietario de una tienda, se topó con la huella final del sinsentido. No recibió la orden de abandonar porque andaba de visita en otra vereda. Regresó a casa al día siguiente del desalojo, con su familia, sin saber lo que pasó: todo era humo, ruinas, brazas. Su vivienda reducida a carbones. El trabajo de una vida viajó al cielo con las llamas. "Fuimos los últimos en salir, sin nada, con la ropa que teníamos puesta y nada más". A su espalda todo lo que fue y ya no sería más.
En los registros de la Unidad de Víctimas, Samaná tuvo 12.853 desplazados en el 2002, año con mayor incidencia de ese flagelo en el municipio y en Colombia, donde se llegó a la escalofriante cifra de 666 mil 626 personas afectadas. Entre 2001 y 2010, fueron 37.322 las personas que se vieron obligadas a abandonar su tierra en esa población de Caldas. Florencia llegó a tener 14 mil habitantes, hoy no suma 5 mil.
-Ya no se ve nada, no hay por dónde andar-, apunta Egidio Henao.
-Da tristeza que esto iba a ser más grande que Florencia y vea, un monte-, agrega Jesús Pineda.
-No llora uno porque es guapo, pero ehhh-, replica Egidio, contrariado.
Una semana antes de la visita, Freddy Arango y otros hicieron el trabajo de localizar y convencer a la gente para llegar al sitio. No fue tan sencillo. "Yo hablaba con ellos y me decían que no querían saber nada de la guerra y de las muertes. Estaban muy negativos para venir". En compañía de sus hijos (7 y 8 años) y una delegación de trabajadores sociales bajaron hasta el lugar y a punta de rula y voluntad despejaron los sectores donde la maleza cubría el camino. Algo impensado tres años antes, pues la guerra continuó tras los desplazamientos y la guerrilla inundó la zona con minas antipersonal. En el 2012 el Ejército acabó el desminado. Entre lodazales y ramas no es extraño toparse con placas indicativas de artefactos desactivados.
Después de muchas palabras e insistencia la gente cedió. Más de un centenar de desplazados ha regresado a El Congal, esta vez como visitantes. Algunos sonríen, otros se lamentan, muchos dejan volar la imaginación y reconstruyen casa por casa la vereda, el juego de los muchachos en la cancha de fútbol... Un hombre señala que bajo el montículo donde está sentado fue enterrado el cuerpo de un asesinado. Nadie ha venido por él.
El almuerzo se cuece entre hombres y mujeres. Unos cortan leña, otras pelan yuca, aquellos tasajean carne y estas coordinan las minucias. Junto al muro que sobrevive de la escuela, se improvisa el escenario. Invitados bailan, hacen malabares y algunas voces intentan sobresalir como cantapisteros. El ambiente se relaja y se arman corrillos para hablar de los buenos tiempos. Y de los malos. Antes de comer, algunos se permiten reflexionar, como el viejo José Octavio:
-Uno le tiene miedo a cualquier grupo, pero no rencor. Nosotros vivimos la guerra en carne propia y nos gustaría mucho, mucho, que viniera la paz.
-Yo tampoco. Nunca en la vida guardo rencor con lo que me hicieron. Donde hicieran la paz no fuera maluco- siente Luis Alfonso.
Viene la hora de llenar el estómago: sancocho de carne en leña. Platos humeantes con porciones de carne que rebasan el caldo. Adormecen la sed con limonada: "Nunca me imaginé poder volver, qué bueno esto. La he pasado rico", concede Maira, la rubia, con el semblante repuesto.
La mayoría coincide en que volver es una ilusión viva, pero son realistas en decir que no es fácil. En seguridad sienten que no es perfecto aunque sí posible. En lo demás: "Necesitamos que se haga una vía que facilite la entrada y salida de materiales para construir las casas; arreglar el acueducto y que los niños reciban educación, porque sin eso no hay desarrollo", sostiene el padre José Humberto.
"Para volver nos deben ayudar con subsidios, porque la tierra nosotros la trabajamos duro y le sacamos el sustento, claro, pero eso no es de un día para otro. Mientras hacemos que la tierra vuelva a producir, ¿de qué vivimos?", apunta José Octavio.
Viene la tarde y es alegría. Aunque no llegaron los que se desplazaron a Medellín, Bogotá, Villavicencio, Boyacá, Doradal y otros municipios, la gente se permite soñar con el retorno. El padre acondiciona un altar entre los muros que todo el día desyerbó. Celebra la misa y recuerdan a las víctimas. Es un momento de recogimiento y unión. La nostalgia no se hace esperar y entre muchas voces alguien aclama que lo ideal sería poder reconstruir la vereda: al final de todo "este lugar no deja de ser de nosotros".
La mayor parte del grupo de desplazados que regresó a visitar El Congal (cerca de 150 personas) y que vive en el corregimiento de Florencia o veredas aledañas, devenga su sustento de labores agrícolas (hombres) y actividades domésticas (mujeres). Antes de ser víctimas, poseían terruños de cultivo con los cuales se labraban el porvenir.
En la actualidad, trabajan como jornaleros y les pagan el día a día. Aunque todavía se sienten propietarios de la tierra que se vieron obligados a dejar, el lugar carece de condiciones productivas mínimas para iniciar el retorno. El Departamento para la Prosperidad Social, así como el alcalde de Samaná, Wílder Iberson Escobar, han expresado su interés de propiciar tales condiciones. La adecuación de una vía de acceso, según Escobar, es una tarea que se podría iniciar en el 2014.
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