
Los niños participan entregando las ofrendas. Llevan flores y semillas, juegan alrededor del fuego pero también hacen parte con su alegría.
John Harold Giraldo Herrera
LA PATRIA | Pereira
“Queremos dar gracias a nuestro abuelo fuego, al espíritu del viento, a la madre tierra, a los páramos, al agua, saludar al espíritu del sol y de la luna…” va diciendo el taita y médico ancestral Javier Dorado, a las 11:30 p.m. del 18 de junio en medio de la fiesta del sol, en una montaña del macizo colombiano del resguardo de Río Blanco junto con unas 120 personas del pueblo indígena Yanakuna que se preparan para recibir el año nuevo.
Los indígenas consideran que el año nuevo empieza el 21 de junio con el solsticio. Para los Yanakunas el sol es uno de los principales dioses e intentan revitalizar su fuerza: “es necesario comprender el lenguaje de la naturaleza para ser más fuertes”, afirma Euclides Piamba, joven indígena y su idea configura un pensamiento de fortalecer la espiritualidad en la comunidad. La bienvenida al nuevo año es para que prosperen sus cosechas, las pasadas no fueron las mejores y por la desnutrición y el abandono muchos mueren de hambre. Son tres días de celebración hasta que llegue el año nuevo. El taita dirige.
La llegada del año nuevo para los indígenas Yanakunas se realiza con ofrendas al sol, las semillas son bendecidas y protegidas como sinónimo de fertilidad, pero también es una cadena espiritual, “viene desde Argentina, pasando por todo el territorio Inca, hasta llegar a Canadá”, comenta Adelmo Tintinamo, mayor indígena, que considera que la llegada del año nuevo les recuerda que son pueblos ancestrales, con una tradición milenaria que se ha ido perdiendo. Porta una ruana tejida con hilo, una bufanda con los colores de la bandera de los pueblos, vive en la alta montaña.
Son tres días de celebración, con conversatorios, reuniones en las veredas del resguardo y actividades de armonización, sanación y liberación del territorio, más la fiesta central en la vereda Chapiloma. Pablo Gonzalez dice que su cultura: “está dormida, debemos despertar nuestros espíritus mayores para que vuelva la armonía de nuestro pueblo”.
Desde la planicie se divisa el territorio, se ven los cerros como el Punturco donde yace una laguna con figura de animal en su cumbre, así como el Volcán Despierto de América, el Sotará, o el cerro Quinquina, el más importante para los Yanakunas. Lugares donde la naturaleza sorprende por sus formas o donde el simbolismo causa admiración. Si el Quinquina se derribara, dice la leyenda, se acabaría el pueblo. Pero también se ven las parcelas de tierra –minifundios-, cultivadas manos laboriosas de indígenas que labran para sacar papa, legumbres, hortalizas, cereales como la quinua.
11:45 p.m. los niños se acercan al círculo de la palabra, escuchan atentos, se suman al calor de los troncos encendidos.
Niños, mayores, jóvenes y autoridades están reunidos. Primero es la ceremonia al abuelo fuego, un círculo para danzar, conversar, contarse historias, preocupaciones, establecer una conexión como comunidad. Dice el taita Javier: “ofrendando al fuego por la vida, por el bienestar social y esperando el gran momento cuando podamos estar todos reunidos y poder, sea indígena o no, aportar para la protección de la madre tierra, evitar las contaminaciones de los ríos, el atropello que se viene haciendo a la naturaleza”.
El fuego sigue prendido, la temperatura de seis grados en la montaña poco se siente, el fuego conecta hasta la llegada del nuevo día, antes la gente espera obtener la medicina tradicional. El taita Javier se queda pensativo.
Los Yanakunas se leen como pueblo, una nación que fue dispersada por obra de la colonización. Una comunidad indígena de las más de 100 existentes en Colombia. Refugiadas en las altas montañas donde fueron exiliadas. Un pueblo con unos principios de defensa de su territorio, la vida y la cultura. Se encuentran en un lugar de mucho privilegio ambiental: el Macizo colombiano, fuente de los ríos más importantes de Colombia: Cauca, Magdalena, Patía, Caquetá, con una variedad de pisos térmicos, sus alturas van desde los 3.000 hasta los 4.000 msnm. La Unesco declaró al Macizo como una Reserva Mundial de la biosfera. Los Yanakunas son protectores de la naturaleza y andan en reconstrucción de su espiritualidad.
Río Blanco es el resguardo donde nos encontramos, una población de 4.500 habitantes. El gobernador Ancízar Majin comenta: “Tenemos mucha riqueza porque protegemos los páramos”, son 6.428 hectáreas, en su mayoría bosques de reserva, lagunas y sitios de preservación. A Sotará se llega por una carretera destapada en medio de peñascos, casi cinco horas desde Popayán. Solo hay un bus en la mañana. Viven de la agricultura, pero temen por sus territorios, “hay aprobadas varias concesiones para hacer minería”, afirma Adelmo, y su intervención silencia el círculo de la palabra, todos aunque inconformes continúan pronunciándose a favor de defender lo suyo.
El taita Javier Dorado vive en Bogotá desde hace muchos años. Tuvo que salir de su resguardo por la violencia. Vivió en Putumayo y allá aprendió el manejo de la medicina ancestral. Lo invitan para sanar lo que la medicina occidental no logra y se ha vuelto un experto en el yagé o la yahuasca. El ritual de la bienvenida del año, el Inti Raymi, dura en la montaña 12 horas, despiertos todos para danzar, cantar, tomar la medicina, participar de los diálogos. Los jóvenes como Euclides, José, Fabián, Víctor, Pablo y otros que estudian en la universidad del Cauca retornaron para reivindicar la espiritualidad, “el hombre tiene que cambiar en su corazón para que haya cambios hacia afuera, hacia la sociedad”, pronuncia Euclides.
El taita Javier vuelve de su silencio, conversó con varios médicos tradicionales y le hizo una armonización al gobernador, ahora prepara el polvo de tabaco, un tarro en guadua y un palo tallado por donde soplará para hacer aspirar por la nariz a los que deseen obtener una medicina, según se afirma, para calmar dolores de cabeza, la gripa, sinusitis y otras enfermedades. Niños, jóvenes y mayores hacen la fila y aspiran, luego tosen, algunos se marean, otros trasbocan, y vuelven junto al fuego, donde la palabra va de modo circular y es prenda de garantía de su formación como cultura.
Los Yanakunas han perdido su lengua materna -tiene raíces con el Quechua- así como muchas de sus costumbres, producto del desarraigo y los atropellos a su cultura y creencias. Frank Valenzuela, de la comunidad indígena de Los Pastos advierte: “nos cambiaron las celebraciones ancestrales por las religiosas, en Colombia el Inti Raymi fue desplazado por las fiestas de San Pedro y San Pablo”.
El taita Javier se encuentra listo para convocar espíritus, los de la noche, los de la Pachamama y el cosmos para equilibrar a quienes quieran obtener sanación, el yagé se beberá a las 4:00 de la mañana, antes de salir el sol.
Una familia llega con ofrendas para la fiesta. Con semillas, flores y mazorcas quiere agradecer lo conseguido en el año que cierra. Se suma a las 12:15 del nuevo año a la celebración, caminó desde la vereda Las Cabras, como cerca de 100 personas que vienen de otros lugares del Cauca e incluso de Bogotá; sin embargo, lo más importante es esperar los primeros rayos de sol que se anunciarán por el oriente. Mientras tanto Euclides cuenta parte de la historia del pueblo Yanakuna, que son llamados más Yanaconas, pero el cambio de una vocal por otra tiene una connotación política.
Los españoles llamaron a los Yanakunas como Yanaconas, el segundo quiere decir servidor y los identificaban como gente sumisa, pero el primero se relaciona con “gente que sirve a la gente en tiempos de oscuridad, son de la noche, es la gente que recíprocamente ayuda a otros”.
Los tambores suenan. El Taita prepara el Yagé. De esa planta traída desde el Putumayo sale la purga, una bebida cocinada por más de 10 horas, y que requiere estar preparándose con tres días de anticipación, se cree que al tomar el brebaje se puede obtener una conciencia más lúcida y tranquila para comprender mejor el entorno. Pablo cuenta cómo ellos entienden el mundo por ciclos: “todo va en una espiral, en una armonía, en un círculo que no tiene fin, cada vez se va repitiendo”. Hoy toman la bebida también para recordar sus orígenes, a los espíritus que los identifican como nación. Cada uno se desprende del círculo, el taita pronuncia unos vocablos en idioma Quichua, le va entregando de modo muy meticuloso uno a uno la bebida, se ingiere, el sitio se llena de gente en estados primero de descongestión del cuerpo, luego cada uno es como parte de un rompecabezas, están mareados, muchos suspendidos, y poco a poco estarán lúcidos para la llegada de los rayos del sol. Son las 5:15 am y ya se divisa el azul en el cielo.
El sonido de la quena aviva la conciencia, la danza es parte de estar a plenitud, se baila para simular las formas de cómo cultivar, cada paso que se da es una forma de saber que así se riegan las semillas o que así se esparce el agua. La danza es el cuerpo en estado de emocionalidad sublevada. En el ritual cada hecho tiene un sentido, el fuego, la danza, la palabra rodando, la bebida, en este momento la música de la quena hace vibrar el espíritu, suena la guitarra y un palo de agua. El sol se acerca, ya está muy claro, los cerros se despejan.
A las 7:00 a.m. se forman en un círculo, ofrendan semillas, se alzan las manos y se despojan de gorros, sombreros y guantes. Lo principal es que los rayos del dios Inti lleguen a ese territorio, el más sagrado: el cuerpo. El taita Javier ha terminado las armonizaciones para los asistentes, se une a los cánticos con su guitarra y voz, y se le escucha en un estribillo: “Con miles de estrellas iluminando el espíritu de los héroes que ya han muerto. Bajo el árbol que descansa, en el firmamento vive Yanakuna, es un recuerdo, de día pretenden el color de cada flor cuando germine”.
La canción culmina, el nuevo año ya cogió esplendor, se entierran las semillas, se ofrecen disculpas, se agradece, se ha honrado al sol. Y el año que se inaugura espera poder extender y recordar los legados ancestrales, obtener la unión de la comunidad, mejorar los cultivos y que venga la nueva cosecha.
“El pueblo Yanakuna habitó la parte norte de Tahuantinsuyo (nación Inca), cuando los Incas estaban expandiendo su dominio, parece ser que el Yanakuna no era de los que se dejaban absorber, no era tan sumiso y empezó desplazarse hacia el norte, hacia Chinchaysuyu, y fueron entrando por el Ecuador, por esta parte del Macizo, en Popayán hay rastros del pueblo Yanakuna, en Cali por el sector de los farallones, incluso hay rastros en Venezuela, parece ser que iban caminando, huyendo para no dejarse absorber por otra cultura”, narra Euclides, como si descifrara parte de un acertijo. Los Yanakunas ahora tienen un territorio, son cerca de 45 mil sus integrantes, y temen desaparecer.
Otra idea es que los Yanakunas fueron traídos desde el Perú para Colombia por los colonizadores como esclavos. Prosigue Euclides: “en ese tiempo este sitio era una de las zonas mineras más grandes de la corona española”. Adelmo y el Taita Javier y todos los que se encuentran se resisten a creer que puedan ser de nuevo desterritorializados, por eso saben que harán lo que sea necesario para defender y cuidar lo más preciado: el espacio, sus sitios ancestrales, la tierra con la cual trabajan y de la que viven. Por ello la celebración de la llegada del año nuevo los conecta más con lo que son: un pueblo ancestral, con un legado, un mensaje para el mundo y para Colombia.
El Inti Raymi
El Inti Raymi es la fiesta del sol, una celebración con la que las comunidades indígenas en el continente reciben el año nuevo. Su calendario es solar y no gregoriano. La relación del tiempo está determinada más por su modo de producción, es decir, con la tierra y sus diversos ciclos. Por estos tiempos se espera la nueva cosecha, de modo que hacen rituales para bendecirla, al tiempo que el año nuevo es un modo de fortalecer los lazos con la naturaleza.
Los Incas tenían al Inti Raymi como una de sus ceremonias centrales, en Colombia se hace cada año.
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