Víctor Diusabá Rojas
LA PATRIA | Manizales
Hay un solo jugador en la historia de Millonarios al que siempre voy a perdonar haberse puesto esa camiseta. Es, fue y será Amadeo Carrizo, a quien, como santafereño puro no voy a querer, pero sí a admirar siempre. Más, ahora que se ha ido.
Es probable que Amadeo Carrizo haya sido el mejor en su puesto (o uno de los mejores). Sin darse cuenta, además. De hecho, reinventó una posición en el fútbol. Pero no solo eso: reinventó además la más difícil de reinventar. No por lo estática que era (lo que precisamente hizo olvidar cuando dejó de ser portero bajo el larguero, como lo eran todos hasta entonces), sino por lo ortodoxa que es, con lo que Carrizo se elevó a la condición de revolucionario.
Igual, para salir a cortar los centros con una mano o para acomodarse la gorra cuando ya el córner venía viajando. O cuando devolvía tiros con la cabeza (y no para cualquier parte), o los frenaba con el pecho, antes de salir jugando, hecho un caudillo. O para convertir un simple penal en una escena de teatro o en una sala de cine (¿recuerdan ustedes, los del Deportivo Cali, los duelos tipo western con Juan Carlos Lallana?).
Aunque ni crean que esta es una apología de Amadeo. Tampoco, un recuento de sus títulos o récords (eso se lo dejo a una ciencia seria que es la estadística). Lo que me trae aquí es dejar retazos de memoria, a cuatro capítulos, escritos desde la tribuna por quien supo, antes que irlo a ver, padecerlo.
1- Santa Fe 2 - River Plate 2, domingo 2 de abril de 1967 (Tal y como lo cuento en el prólogo del libro Ochoa, el mejor técnico de todos los tiempos, de César Polanía, Jorge Enrique Rojas y Hugo Mario Cárdenas, Aguilar, 2019).
“Es domingo y yo, apenas un niño, estoy en la tribuna oriental general de El Campín. Tengo más miedo que frío bajo el buzo que llevo puesto. Jugamos la Copa Libertadores del 67 contra River Plate. Vamos perdiendo uno (Gol de Efraín Castillo) a dos (goles de Juan Carlos Lallana y Juan Carlos Sarnari). De pronto, la gente comienza a chillar. Hay cambio en Santa Fe: entra Hernando Piñeros y sale Waltinho (...)
Minuto 77: tiro libre a favor nuestro: Hernando Piñeros (...) apunta y el balón sube para dejar la barrera atrás y aterriza una fracción después allá, en el último rincón de arriba. Amadeo Carrizo vuela solo en calidad de testigo del golazo. Yo me echo a llorar de la dicha, mientras el propio Carrizo, Sainz, Matosas, Guzmán, Vieitez, Solari, Zywica, Cubillas, Lallana, Sarnari y el Pinino Más (la alineación de River) buscan una explicación…
2- Dos años después, domingo 20 de abril de 1969 (siempre domingo, y a las 3 y 30 de la tarde, qué tiempos aquellos):
Estoy en oriental general. ¿Qué diablos ando haciendo en El Campín si no juega Santa Fe?, me pregunto hoy. Fácil: he ido a ver ganar al Atlético Bucaramanga, que viene a darle la bienvenida a Amadeo Carrizo. Y por eso canto un gol como si fuera propio, aquel de Herman ‘Cuca’ Aceros a ese señor grande y mayor de pantaloneta negra y larga que no puede creer cómo ha venido desde tan lejos a que lo bauticen así. Es una pelota que parece írsele larga al Cuca, quien, igual, intenta el último recurso que le queda, tirar el centro agónico. El balón hace una parábola y se mete en el ángulo del segundo palo. El Cuca no lo cree. como tampoco lo creía la tarde aquella del gol olímpico de Marcos Coll en Chile en el 62. Y Amadeo, menos. Al final, dos a dos (el otro lo hizo ´Toño´ Rada) y todo el mundo hablando (menos yo) de un tal Alejandro que se apellida Brand. Para eso, que vengan y vean a Cañón (Alfonso), digo para mis adentros.
3- Apenas dos meses después. Es domingo (único día en que salía el fútbol y asomaba el sol en Bogotá) 8 de junio de 1969. Fecha 25 del torneo que va de enero a diciembre. Otra vez estoy en oriental, de donde nunca debí haberme ido, pienso hoy, dizque para querer ser cronista. Santa Fe vs. Millonarios. Somos locales, pero como si nada. Me llevan de la mano mis tíos, todos hinchas de Millos (como lo llaman en confianza), para vergüenza mía y de mi abuelo.
Veo cómo se ponen mal nada más Miguel Ángel Basílico mete pronto un cabezazo de oro (me parece que así fue) para ponernos arriba uno a cero. Amadeo se pone las manos en la cintura, resignado, en un gesto muy suyo. Lo demás que pasó ese día podría llevarse páginas enteras. Pero lo voy a resumir así. Empató para ellos ‘Pacho’ García. Y se pusieron arriba (dos a uno), con gol de Fernando Areán. Waltinho, de penal, hizo el dos a dos (quizás fue ese un penal donde él, Waltinho, amagó con patear fuerte -su mayor virtud- para engañar al viejo que vio cómo una masita entraba lenta, dejando ver los cuadros del balón. Mientras el autor de la humillación daba vuelta para celebrar, Amadeo lo alcanzó a pasos largos y le tiró la cachucha en la espalda, lo que no trajo más que risas de lado y lado). La dicha duró poco, porque, al rato, el mismo Waltinho la metió en nuestro propio arco. Otra vez estábamos abajo (2-3). Vino el uruguayo Walter Sossa (chico y valiente) igualar (3-3). Veo en un resumen de AS, de donde tomo estos datos, que todavía quedaban 35 minutos por jugar. Y 35’ para anotar. Porque Finot Castaño, de penal y de cañonazo, los puso a ellos adelante 3-4 a favor de Millonarios. Y Juan Carlos Carotti, argentino y blanco como una botella de leche, clavó el quinto. El mismo Alejandro del día del Bucaramanga, ya hecho el Brand elevado a la categoría de figura metió el sexto. Nuestro ‘Pipico’ Barata, nacido en Brasil y siempre con el número 7 en la espalda, cerró la tienda con un 4-6 a favor de Millonarios, incluidos mis tíos. Imagino que volví a llorar, pero Amadeo se había llevado cuatro en la gorra y eso me debió servir de paño para aliviar el dolor, junto a los consuelos de mi abuelo: “perdimos, pero este ha sido el mejor de todos los clásicos, ya vendrán otros”. Y sí, un día llegaría algún 7-3 que no olvidan ellos y el buen Óscar Córdoba.
4- Este capítulo de cierre comienza en el primer semestre de 1969 y termina en el segundo período del mismo año. Aquel día, 5 de junio, Millonarios enfrenta a Junior. Llegan a Barranquilla tras dos partidos amistosos en Estados Unidos con equipos ecuatorianos. Amadeo Carrizo vive entonces en el ‘Romelio Martínez’ una pesadilla solo comparable al 15 de junio de 1958 el día aquel día en que los checos (de la Checoslovaquia de entonces) lo mandaron a buscar seis veces el balón en las redes de los arcos del estadio de Olimpia de Helsingborg en Suecia, la más catastrófica derrota de una selección argentina en un mundial de mayores en toda la historia (6 a 1 es el resultado final, gol de Corbatta). Aparte, con más muestras de escarnio. Una, las monedas que le tiran, a él y a sus compañeros, al regreso a Ezeiza. El mismo Amadeo contaba que la gente andaba tan brava con ellos que los primeros en hacerles mala cara fueron los funcionarios de la aduana. “Ni te imaginás como volteaban lo que traíamos en las maletas y lo dejaban tirado en el piso”. La otra, el “Amadeo, Amadeo, dónde estás que no te veo”, que comenzaron desde entonces a gritarle los hinchas de Boca Juniors, como castigo a la debacle con los colores patrios y, encima, por ser jugador emblema de River Plate.
La dosis en Curramba para Carrizo es de cinco (por uno azul), cortesía de aquel Junior hecho entonces de savia brasileña y adobo argentino: Ayrton dos Santos (2), Othon Alberto Dacunha, Domingo Medina y Galdino Durashi. Una vez más, y quien sabe ocurrencia de quién, el “Amadeo, Amadeo, dónde estás que no te veo” baja de la tribuna hecho grito hiriente e hirviente.
La revancha sucede en Bogotá semanas después. Voy a El Campín, al lugar de siempre y con la misma gente. Millonarios se desquita (seis - uno), Los viejos, mis tíos, me pasan factura en cada cobro de la afrenta, como si la goleada aquella en Barranquilla fuera culpa mía. Pago por ser santafereño. pero no satisfechos con eso y más bien encorajinados con el resultado, me obligan a ir a la salida del bus aquel (azul, ni modos y quizás modelo cincuenta y pico), en que monta el equipo.
Alguien nos abre una puerta y resultamos trepados en un muro. Huele a linimento y a lociones baratas. Hay vivas, pero de pronto sobreviene un largo silencio. Amadeo Carrizo irrumpe, imponente e inmenso. La ubicación que tenemos nos permite tenerlo a centímetro. De pronto, la ovación de los hinchas estalla como si saliera al campo. El hombre asiente y levanta su mano, mientras en la otra lleva el maletín asido por las dos manijas (pelados, no existían los morrales).
Es entonces cuando yo, un niño en el lugar equivocado, comete la imprudencia de tocarle la cabeza como si fuese un compañero de la escuela. Amadeo frena en seco y se quita con un movimiento brusco esa mano mía que, por momentos, se ha perdido en la selva de pelo cano que él lleva por encima de las patillas de prócer de la independencia. Me mira, primero, muy serio. Y, enseguida, deja escurrir una sonrisa de esas que no se olvidan jamás. Mis tíos se quedan de una pieza. Sin querer, son cómplices de un infiltrado. Esperan que no tenga la insolencia de echar a andar el corito aquel o cosa parecida. Y así lo hago, callo, aunque ganas no me han faltado de amargarles el rato.
No recuerdo si, de vuelta a la casa, le conté aquello a mi abuelo. Es más, estoy casi seguro de que ya se había marchado de este mundo (no murió cualquier día, se fue un 11 de septiembre). Igual, estoy seguro, me hubiera reprendido. Lo veo diciendo: “chino pendejo, no se les toca la cabeza a los mayores. Y menos si son de Millonarios”.
Estoy de acuerdo, señor. Solo que, abuelo, era Amadeo Carrizo, le hubiese respondido. Quizás, aspiro, nos hubiésemos puesto de acuerdo. Eso sí, jamás me lo habría perdonado, porque, en el fondo, aquel gesto no fue más que un acto de traición. Bello, pero eso, de traición.
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