Óscar Dominguez


Lo lamento. Debo admitir que defraudé a la galería. Casi me da pena salir a la calle. Huyo del cliente que encuentro frente al espejo. Iba bien en esta encarnación. Pero fui humano, demasiado humano. Me equivoqué. ¿Qué dirán los frailes Agustinos de La Linda que trataron de desasnarme en los jurásicos años cincuenta?
Espero que no se produzca una estampida de lectores cuando se sepa la verdad.
Merezco memo con sanción de quince días sin carne y sin Internet. No creo que me fíen más en la tienda de la esquina. ¿El que me vende el aguacate para el almuerzo volverá a hacerme la rebajita? ¿Con qué cara volveré a leer las crónicas de Luis Tejada, las cartas de Cortázar, los estremecedores libros del ruso Vasili Grossman, los versos del suicida Lugones? ¿Será que en el restaurante donde despacho mi corrientazo meridiano me vuelven a cambiar la sopa por un huevo de gallina feliz?
Mi argentino ego está de capa caída. Me siento como si me hubiera caído una hora del Big Ben -que pesa más de ocho toneladas- en el dedo gordo del pie.
Cuando se llega a una edad en la que el hombre propone y el señor Alzheimer dispone, ¿será que se me olvida -ojalá- el Brindis del Bohemio que aprendí de joven sin que haya podido desembarazarme de él para darle paso a algún soneto de Quevedo?
¿Las tildes que tanto me costó aprender a marcar se me trocarán y volveré esdrújulas inofensivas palabras agudas o graves?
Mi desazón se origina en el hecho de que parientes y amigos no se aguantaron y han empezado a restregarme en la cara mi prontuario de acosador, el pecado que me tiene con la casa por cárcel, como cualquier corrupto con suerte. Creí que el inri de acosador quedaría entre mi almohada y yo.
Por si las moscas, aclaro que no soy ningún acosador sexual. El pecado que pesa sobre mí es nuevo. Señoras y señores, abróchense los cinturones de seguridad: Soy irrefrenable acosador cibernético.
Mis abonados abren su correo y tiemblan. Suelen encontrarse con "miles" de envíos míos. Me ven en la calle y cambian de acera porque creen que les voy a entregar copia de mis correos. (Un médico que monitorea mi salud casi me cobra tres vales de la prepagada. Me encontró bien de mis achaques pero mal de mi irrefrenable tendencia a disparar correos electrónicos).
No sé de médicos que curen esta nueva dolencia. Se llenarían de oro. Raro que no haya todavía esta especialidad. En buena hora, los médicos han parcelado, incorado, nuestro cuerpo. Se lo reparten.
Uno es especialista en todo lo que ocurre del ombligo pa arriba, otro se responsabiliza de lo que sucede del ombligo pa bajo, incluida esa plaga de Egipto llamada disfunción eréctil. Fulano es especialista en este centímetro de mi anatomía, el centímetro vecino exige otro bisturí. Pero faltan másteres en pedofilia cibernética.
Hago esta dolorosa confesión para demandar cristiana tolerancia y prometer que reduciré la avalancha. A manera de indemnización, y mientras cumplo lo prometido, les encimo un remedio infalible como el papa Francisco: borrar, borrar, borrar.
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