Camilo Vallejo


Con la discusión que surgió la semana pasada sobre la realidad de la trayectoria y de los logros del inventor colombiano Raúl Cuero, hemos tenido que reflexionar sobre la forma como llegamos a creer que algo es verdad y la forma como lo dimensionamos –o sobredimensionamos.
Acerca de cómo algo se nos hace verdad, esta columna ha sido repetitiva.
Hace poco alguien me recordaba el episodio en el que comenzaron a inventarse palabras en Macondo. Atacó la peste del insomnio y todos, debido a la falta de sueño, fueron olvidando el nombre de las cosas. Aunque José Arcadio Buendía planeó un sistema para etiquetar todo de tal forma que se pudiera recordar no solo el nombre sino las utilidades de cada objeto, para otros la opción fue inventarse nuevas palabras que reemplazaran lo que habían olvidado. Digamos que estos, entre nombres y significados inventados, terminaron creando otra realidad igual de efectiva a la cual irse a vivir. Pero pronto Melquíades regresó con un bebedizo que volvió todo al lugar de siempre.
Lo anterior es oportuno para insistir en que la verdad –como el nombre que le damos a las cosas– está más cerca de ser un acuerdo que una comprobación; es apenas una imaginación que en conjunto, y con honestidad, nos tomamos en serio. Por lo mismo la verdad es frágil y puede ser revaluada o trastocada siempre que la nueva idea o la nueva palabra se aborde con la misma fe.
Aquí lo discutible es cómo nos estamos poniendo de acuerdo, consciente o inconscientemente, para que algo sea verdad entre nosotros. Al tratar el tema del científico durante los últimos años, el periodismo y otros focos de información como el gobierno, que son medios altamente efectivos para lograr concertación para considerar lo que es real, replicaron una misma información, sin saber quién lo había dicho primero, ni cómo lo había dicho; informaron a punta de lugares comunes, con ideas que mantuvieron reducido a una frase lo complejo y que eran fáciles de intercambiar; acudieron a la multiplicación de una historia placentera, bonita, que no hablaba de lo indeseado, que seducía y daba esperanza en embutidos; lanzaron mensajes rápidos, que ahorraban tiempo y costos al ser construidos y entendidos. Son esos los parámetros con los que se está presentando y proponiendo los relatos de verdad, y es a partir de allí que la gente los ha tomado o los ha dejado.
Pero además esta gente, en general, ha recibido esa verdad informativa –y ha adherido a ella– sin crítica, sin buscar contradicciones, sin juzgar de aparente lo que se muestra real, sin exigirle contrastes, verificaciones o réplicas al que le está contando o proponiendo una versión. Rápido nos hemos identificado con el relato que mejor suene, que mejor se vea, sobre todo el que mejor alimente y refuerce lo que ya creemos ser. Porque como Buendía, pensamos en poner etiquetas y defenderlas solo porque ya se tienen fijas, pero además las exageramos, como si así garantizáramos su firmeza. Si el colombiano es destacado o es feliz, si es buen futbolista o hace algo de calidad, lo que sea que se informe sobre eso deberá ser elevado a lo grande, al grado de lo mejor o lo más del mundo.
La admiración por Cuero no es tanto lo que ha hecho –eso seguimos sin conocerlo– sino haber encajado en una de las etiquetas de superación y éxito que nos repetimos una y otra vez: salir del mundo de lo pobre, de lo negro, y llegar al oficio del blanco, del esterilizado de la bata y la corbata, y en Estados Unidos, además. Cuero es un colombian dream que queremos proteger, porque nos exalta así exageremos o sospechemos que algo en lo que decimos no está bien.
Con todo se me ocurre pensar en Manizales, que hace años viene presentándose como una ciudad de emprendimiento en innovación y tecnología. ¿Cómo estamos construyendo esa historia? ¿Los medios están trabajando la información o solo reproducen comunicados de prensa? ¿Cómo ciudadanos que nos informamos, hemos querido poner a prueba la honestidad de esta propuesta de verdad? ¿Podrán ser un conjunto de etiquetas sobredimensionadas que defendemos por comodidad? A mí, por ejemplo, me despierta sospecha un proyecto de innovación en el que hablan más los políticos y los empresarios, y no las universidades, los académicos ni los universitarios.
Que cuando Melquíades nos dé de su bebedizo no sintamos esa vergüenza de haber puesto etiquetas sin sentido por toda la casa.
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