César Montoya


Pocas horas les duró la luna de miel a los uribistas. Tenían seguridad que el presidente Santos se convertiría en obediente amanuense del autócrata, topándose con un protagonista soberanamente independiente que, desde el comienzo, hizo gala de criterio emancipado en la escogencia de sus ministros. En el país hay una amable visión del nuevo mandatario, personaje insólitamente activo, desprovisto de petulancias impositivas. El Presidente anterior era un Júpiter tonante, polarizador y agresivo, transformado en un caprichoso semidios. Santos es un estadista tranquilo, suave en el trato de sus conciudadanos, capaz de convencer a la opinión de los derroteros de su buen gobierno.
Psicológicamente, Álvaro Uribe y Juan Manuel Santos, son personajes antónimos.
Uribe, mancebo aún, fue un consentido del poder. Conflictivo y autoritario, tuvo rápidos ascensos en la vida pública. Además de la innegable brillantez de su inteligencia, lo impulsó una desaforada vocación por el estudio. Por eso su comprobada capacidad para ser dañino.
El tío abuelo de Juan Manuel Santos fue presidente de Colombia. De oro su cuna, de la élite sus amistades, cercanas sus relaciones con el alto gobierno. Creció tuteando embajadores y ministros. Además el periódico El Tiempo fue siempre, por derecho propio, su refugio para soñar. Púber, recibió privilegios burocráticos y más adelante fue atosigado de nombramientos en cadena, en los exclusivos círculos en donde se decide la suerte del país. La familia de Uribe padeció martirologios. La de Santos fue siempre halagada por la fortuna.
A Uribe lo plasmó un sino espartano y pese a los mimos de la vida, se ha movido entre abismos y praderas. Es un rebelde y un sibilino espadachín. Su imaginación está alinderada por fantasmales enemigos, enfrentándolos en irreales estadios de guerra. Suyos son los acondicionamientos para las acciones heroicas, las amenazas fieras y la prontitud para la camorra. Su gobierno fue una calcomanía de su temperamento tempestuoso. Es arrollador y vehemente, áspero para dar golpes, rencoroso, con ostentación de púgil. Polarizó a los colombianos.
Santos se ha movido sobre ventajosos puentes aéreos. Todo lo ha recibido como un obsequio del zodiaco que lo protege. Sin embargo, no descuidó la solidez de su formación. Es un estadista. Tiene dimensión amplia de la administración pública, conoce sus engranajes, intuye la psicología del mando, es paciente y eficaz en los resultados. Sabe esperar. Su elipsis es una epopeya a la disciplina intelectual, a la morosa administración de los invernaderos cuando las estaciones no le son propicias, a la perseverancia en los objetivos. En su horizonte siempre hay un futuro.
Santos y Uribe son antípodas. Vinagre y miel. Mientras el segundo es olímpico y desdeñoso, desafiante y amargo en el lenguaje, el primero es diplomático, reposado y olfativo, como buen jugador de póker. Si Uribe, fusil en mano, es frentero en las vanguardias, Santos se parapeta en la retaguardia, frío y calculador, oculto pero con ojo avizor, oportuno para aprovechar las “circunstancias”, símil afortunado del pensador Ortega y Gasset. Uribe es inteligencia, Santos talento. Uribe es canícula ardiente. Santos mañana tibia y vespertina calmosa. Uribe estrépito, Santos armonía y sosiego.
Tienen un presente irreconciliable. Mientras Uribe utiliza la memoria para saborear rencores y rumiar nostalgias que empequeñecen su corazón, Santos rema sobre aguas con futuros plácidos, asido a coyunturas bajo su control. Con grafismo feliz estampilló a su émulo: “Uribe es el pasado”.
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