Luis F. Gómez


La renuncia del papa Benedicto XVI nos ha dado, tanto a creyentes como no creyentes, una buena lección. Una lección de cómo asumir las responsabilidades en la vida; sobre cuándo uno debe hacerse a un lado cuando cumple ciclos en la vida; sobre la libertad frente a los cargos, dignidades y poder, especialmente cuando ellos se asumen no como un derecho, prerrogativa o botín, sino como un servicio.
En primera instancia la expresión que utiliza Su Santidad: "Después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia", muestra una persona que tiene un diálogo interior con esa voz de Dios que está allí en el interior de cada uno. El Vaticano II enseña que la conciencia es un espacio sagrado de encuentro de cada persona con Dios. Es pues, una invitación a confrontar nuestras decisiones más trascendentales con nuestra más profunda interioridad. Este es el espacio de confirmación de las decisiones.
Más adelante, luego de explicar que sus responsabilidades deben llevarse no solo con palabras y obras, sino también con oración y sufrimiento, Benedicto XVI plantea un hecho que está golpeando muy fuertemente a nuestra Iglesia: "en el mundo de hoy, sujeto a rápidas transformaciones y sacudido por cuestiones de gran relieve para la vida de la fe, para gobernar la barca de san Pedro y anunciar el Evangelio, es necesario también el vigor tanto del cuerpo como del espíritu". Es un hecho que nuestra forma de evangelización está muy sobrepasada por las necesidades del mundo actual. Y el papa subraya cómo es de necesario el espíritu, sino también el vigor. Y esto vale para toda la Iglesia, nos falta a los apóstoles mucha oración, pero también mucha estrategia y generosidad para transmitir la fe, pues estamos muy acomodados. Como Iglesia debemos hacer un profundo examen. También está el punto de la pertinencia del mensaje que estamos transmitiendo, ¿está respondiendo a las necesidades de los hombres y mujeres del mundo de hoy? ¿O nuestras palabras en no pocos casos carecen de sentido para ellos?
De otra parte, la manera como el mismo papa acepta sus limitaciones actuales, así también pide perdón por los errores cometidos, al señalar: "y pido perdón por todos mis defectos". En un acto de sencilla humildad, de esa que mueve montañas. Propia de los grandes hombres que aceptan con tranquilidad sus limitaciones.
Y concluye la renuncia del Santo Padre, colocándose al servicio de la Iglesia de una manera discreta y total: "quisiera servir de todo corazón a la Santa Iglesia de Dios con una vida dedicada a la plegaria".
Oremos para que la Iglesia como un todo, más allá del proceso de selección del nuevo papa, sea consciente de la necesidad de trabajar de manera renovada y mucho ímpetu por la evangelización.
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