"Con esa costumbre nuestra de reestructurar teóricamente, y en la práctica dejar todo como está" Geraldino Brasil.
Eso, justamente eso, es lo que nos está pasando con el debate y la realidad sobre el sector agropecuario en Colombia. Los diálogos de paz de La Habana, volvieron a poner sobre la mesa la importancia de reestructurar la política rural y de acceso a la tierra en el país. Esto que generó la reacción de algunos sectores que sostienen que la única manera de hacer competitivo el sector rural es mediante grandes inversiones, las cuales consideran más eficientes por una cuestión de economía de escala.
Y ahí estamos con esos dos extremos, con esos argumentos que vienen y van y que están especialmente diseñados para no llegar a un acuerdo, para no alcanzar ningún consenso. Como ya es costumbre en nuestro país, la tesis y la antítesis, nada en el punto medio, en el punto viable donde nos beneficiemos todos.
Afortunadamente, y muy a tiempo, se oyen voces como las de Rudolf Hommes y Eduardo Sarmiento manifestando que existe una posibilidad de convivencia de los dos enfoques, que ambos modelos se necesitan para fortalecer la competitividad del sector rural, que es necesario el complemento de las dos formas de explotación para garantizar la seguridad alimentaria, el desarrollo del sector agropecuario, la sostenibilidad ambiental y, sobre todo, una paz duradera y estable.
Como ya lo han manifestado Eduardo Sarmiento, y según consta en un estudio llevado a cabo para Fedesarrollo por José Leibovich, Silvia Botello, Laura Estrada y Hernando Vásquez, en el sector rural no existe evidencia de que la producción agrícola en gran escala sea más eficiente que la de pequeños productores. Es más, los datos del estudio demuestran todo lo contrario. Así las cosas, el tema de la reforma agraria no puede agotarse con el acceso a la tierra. Hoy un campesino no tiene posibilidad alguna de explotar una parcela de manera eficiente, si no cuenta con acceso a métodos y medios de producción, a créditos rurales, a mercados y a nuevas tecnologías. Es ahí donde las asociaciones de productores, el cooperativismo y encadenamiento con grandes procesadores agroindustriales juegan un papel fundamental para desarrollar, de manera eficiente y sostenible, el sector rural.
Sin embargo, este debate parece no enterarse de la situación que hoy viven los productores agropecuarios grandes, medianos y pequeños. Ese paradisíaco y prometedor campo sobre el que se discute en búsqueda de la paz, vive hoy uno de sus momentos más amargos. Mientras desde Bogotá y La Habana sueñan sobre un futuro modelo rural que garantice riqueza, productividad e inclusión; en el campo, cafeteros, arroceros, lecheros, porcicultores, avicultores y fruticultores venden sus productos por debajo de los costos de producción y hacen maromas increíbles para sobrevivir y salvaguardar sus granjas.
La revaluación del peso frente al dólar, así como los subsidios que las producciones agrícolas tienen en otros países, hace que resulte más barato importar leche, carnes y frutas que producirlas localmente. Adicionalmente, la incertidumbre sobre la entrada en vigencia de algunas desgravaciones establecidas en los múltiples tratados de libre comercio firmados por Colombia, el costo de los combustibles, la inestable seguridad de las zonas rurales y las deficientes vías de comunicación del campo, dificultan la competencia con productos de otros países donde el sector rural sí es prioritario y cuenta con los estímulos e incentivos necesarios para generar beneficios sociales.
Así las cosas, si el peso sigue con esa tendencia de revaluación, los combustibles al alza, desaparecen las protecciones arancelarias y no se invierte en infraestructura rural, los pequeños y medianos productores no podrán competir, los grandes se volverán importadores, y nuevamente el modelo de desarrollo agrícola nos quedará muy bien en el papel, pero no habrá cómo ni con quién ponerlo en práctica.
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