John Mario González


Era previsible que la marcha contra los colombianos en Antofagasta en Chile fracasara hace unas semanas. En parte porque convocarla era políticamente incorrecto. Pero el desenlace no hace menos grave y dramático el hecho, el que suma a un estereotipo que nos hemos forjado en el mundo, y particularmente en Iberoamérica, que por momentos pareciera emular al de los gitanos en Europa.
Es triste, pero no es casualidad, ni propia del infortunio. En Bolivia, un país muy distinto a Chile, un senador oficialista como Isaac Ávalos se otorga licencia para decir que los colombianos somos delincuentes y los extranjeros más peligrosos, pues de cada diez "hay dos sanos y los demás están comprometidos con cosas ilícitas".
Situación no muy distinta se repite en Argentina, en donde el secretario de Seguridad ha vinculado el crimen y la inseguridad en Buenos Aires con la inmigración latinoamericana y particularmente con la colombiana.
No puede ser que un imaginario como ese se repita de un país a otro sin evidencia fáctica que lo fundamente, y el cual se hace más agudo cuando en gracia de la hermandad latinoamericana nos abren el pórtico de la exención de visado.
Los colombianos en Antofagasta dicen con parcial razón que "no los metan en el mismo saco que los delincuentes" porque la gran mayoría emigra a trabajar honestamente. Pero ese es un argumento raído porque basta con que un tres o cuatro por ciento de los nacionales se dedique a delinquir en el extranjero para que sea una cifra abrumadoramente alta.
Lo mismo decían nuestros compatriotas en España hace unos años, cuando a la madre patria podía ingresarse sin visa, y a pesar de ello nos asociaban con narcotráfico, prostitución, sicariato y atraco a joyerías y chalets. Muchos, infortunadamente, de nuestros compatriotas que trabajaban "honestamente" en un locutorio o bar no se avergonzaban de que parte de su clientela fueran malandrines. Problemas como esos saltan de una latitud a otra, por lo que recuerdo cuando a finales de los noventa tenía que controvertir con los colegas en la redacción del diario Reforma en México para que no publicaran o no lo hicieran con enfoque amarillista los registros que sobre trata de personas llegaban y que nos ponían en el liderato al lado de las dominicanas.
Es indiscutible que el enfrentamiento entre colombianos y chilenos el pasado 11 de octubre, el cual suscitara la convocatoria de la marcha, fue apenas el ‘florente de Llorente’ de un ambiente que conjuga un contexto hostil, propio de un país quizás no preparado para la migración masiva, conservador, y con fuerte discriminación hacia las personas de color.
Pero no es menos cierto que los colombianos allí han dado el ‘papayazo’ para que los chilenos hagan alarde del morbo, como el intendente de Antofagasta, quien acusó a los inmigrantes, en los que los compatriotas son la mayoría, de causar "problemas de convivencia y quiebres matrimoniales". Ello aunado a costumbres para ellos desagradables, según su alcaldesa, Karen Rojo, como celebrar fiestas los días domingo hasta altas horas de la noche, y que sumado todo ha llevado a que diga, ella misma una inmigrante en otra época, que "la colonia de colombianos es el mayor problema que tienen en la región".
Son suficientes las evidencias para que ese imaginario que hemos construido nos produjera repugnancia y un basta ya rotundo y definitivo, en especial del gobierno, quien no puede hacerse el de la vista gorda y conformarse con ver crecer la demanda interna vía los ingresos de remesas.
Y debiera producir vergüenza y un basta ya rotundo de los industriales, los medios y las élites. Claro que a lo mejor nadie se atreva, porque es un fenómeno de larga data y de raíces profundas, que nos recreó en esa fabulosa novela Los elegidos el expresidente Alfonso López Michelsen, cuando describía esa clase social minoritaria del barrio La Cabrera en los años 30 y 40 de siglo pasado. Una clase dueña de todos los poderes del Estado y de la economía, que concibe como una forma de refinamiento espiritual el desdén de los valores nacionales y pretende ignorarlos frente a un pueblo primitivo y violento que trata de hacer surgir a la superficie esos mismos valores.
Pero lo que más debiera preocupar es que si los colombianos se siguen yendo a raudales durante una supuesta bonanza económica qué se puede esperar cuando el boom de las materias primas y la burbuja inmobiliaria lleguen a su fin. A lo mejor se repetirá la historia. Nos volverán a cerrar las puertas y los intelectuales prometerán no salir de Colombia, aunque claro que ninguno de ellos cumplirá. ¡Ojalá y me equivoque!
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