César Montoya

Sófocles fue en Atenas un excelso personaje. Sorprendente autor dramático, rival de Esquilo, dueño de una fantasía desbordada que lo llevó a escribir tragedias que, leídas hoy, asombran por sus contenidos sobrecogedores. Concretándonos a Edipo Rey, hay que afirmar que jamás ocurrió la desoladora historia que enjundia su apasionante relato. Solo una mente colindante con la genialidad, podía tejer una urdimbre convertida en manantial de teorías sobre los laberintos misteriosos de la psiquis humana.
Edipo, ante una peste que azotaba su pueblo, encontró en Creonte, rey legendario de Tebas, la solución para acabar con la mortífera epidemia: investigar quién le había dado muerte a Layo, padre de Edipo, y desterrarlo para que deambulara, ciego, por los caminos del mundo. Entra en escena Tiresias, el adivino, visionario del pasado y del futuro, quien después de muchos diálogos intensos, se atreve a descubrir la nefasta realidad. Presionado por Edipo, revela la sórdida leyenda que enloda la casa real de Tebas. Estas fueron sus palabras: "Me voy porque ya he dicho aquello para lo que vine. No porque tema tu rostro. Nunca me podrás perder. Y te digo: ese hombre que, desde hace rato, buscas con amenazas y con proclamas a causa del asesinato de Layo, está aquí. Se dice que es extranjero establecido aquí, pero después saldrá a la luz que es tebano por su linaje y no se complacerá de tal suerte. Ciego, cuando antes tenía vista, y pobre, en lugar de rico, se trasladará a tierra extraña tanteando el camino con un bastón. Será manifiesto que él mismo es, a la vez, hermano y padre de sus propios hijos, hijo y esposo de la mujer de la que nació y de la misma raza, así como asesino de su padre".
¡Qué imaginación tan atrevida y qué genial combinación de actos sucesivos, para concentrar, en un solo ser humano, el cúmulo de tragedias que Edipo debió soportar!
Aquí nos encontramos frente a la incógnita del destino. ¿Si desde antes de nacer estaba señalado el sendero oprobioso que Edipo tenía que trasegar, la justicia de entonces y la de ahora, podría condenarlo por incestuoso y asesino? ¿Pudo elegir libremente el gobierno de sus actos, o bien, fuerzas extrañas direccionaron su voluntad? ¿Si el pueblo judío inevitablemente debía ser el determinador del sacrificio del Hijo de Dios, en una cruz ominosa según las sagradas escrituras, qué responsabilidad le cabe en el ámbito de los juzgamientos judiciales? ¿Hasta dónde es posible que nazcamos con una ruta predeterminada que inexorablemente cubrimos, acoyundada la libertad, y suprimida la elección incoercible de nuestros actos? Judas, por mandato de una sórdida fatalidad, vendería a Jesucristo. ¿Es responsable de la decisión deicida que tomó, si apenas estaba cubriendo un inapelable capítulo en la redención del género humano? Son éstas macerantes cavilaciones de una imaginación ociosa.
Regresemos a Tiresias. Es curioso que este personaje mítico desempeñe un papel protagónico en la tragedia de Sófocles. También Homero recurre a su poder adivinatorio. La nigromante Circe, en la Isla Eea, adicta a las "drogas perniciosas" le recomienda a Odiseo que abandone sus territorios, pero consultando el alma de Tiresias, inmolando previamente carneros en su honor. En ese oráculo se escuda, el infortunado navegante, para sortear las ojerizas del colérico Poseidón.
Tiresias consultado por la madre de Narciso le auguró precaria vida. Éste se enamoró de sí mismo y al no poderse autobesar, se eliminó.
Escribe Robert Graves en su libro "Dioses y Héroes de la Antigua Grecia" cómo el ejército de Argos sitió la ciudad de Tebas. Después de muchas escaramuzas, por vaticinio del adivino, fue desocupada la ciudad ante la acometida del avasallante invasor. Dice el escritor que "Tiresias murió ese día, tal como predijo, al morderle una serpiente venenosa, cuando bebía en la fuente de un camino".
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