José Jaramillo


Dos premisas lógicas indican que una persona tiene que saber para qué sirve y no hacer cosa distinta; y que no debe hablar de lo que no sabe. A un joven empresario próspero le preguntó alguien que cuál era el secreto del éxito, a lo que contestó: Hacer lo que uno sabe, y le gusta. Algunos, en medio de una conversación, no resisten la tentación de meter la cucharada, y dicen unas bestialidades que oscilan entre el ridículo y la conmiseración. Como el tipo que, cuando hablaron de Lutero en una reunión familiar, dijo: Ah, sí. Martín Lotero, el que ahorcaron en la gallotina. Los otros no sabían si llorar o ahorcarlo, a él sí.
Hay investiduras que exigen un mínimo de cultura, o erudición, y dominio de la expresión oral, como el sacerdocio y la docencia, o la cátedra, por ejemplo. Lo que, lamentablemente, se ha perdido mucho, por el facilismo y la superficialidad, que suplen de manera arbitraria el conocimiento de los temas, que se reemplaza con argumentos traídos de las mechas, chistes flojos y citas de relleno, bajadas de Internet.
Aquellos curas de latines, dominio de los clásicos de la filosofía y la literatura, y elocuencia adquirida en extensas jornadas de práctica oratoria, son historia. Los de reciente factura se ocupan de superficialidades sobre la cotidianidad, que alternan con los textos sagrados, pretendiendo simbiosis que no les cuadran. Y asumen un acercamiento a la feligresía que no es más que rasar por lo bajo, dejando de lado la misión de elevar el nivel intelectual del auditorio amarrado en los oficios religiosos, para cumplir la obra misericordiosa de enseñar al que no sabe; en vez de espantar de los sermones a los que no tragan entero porque no son bobos.
En cuanto a docentes y académicos, ahí sí que hay vacíos insondables, lo que se colige de lo que dicen y escriben sus productos naturales: los estudiantes. Y vuelve y juega el facilismo, apoyado por los medios virtuales que, al paso que van, reducirán el aprendizaje a dar clic en una tecla determinada, marcar y pegar, o imprimir. A lo que hay que agregarle el prurito de las especialidades, según el cual cada maestro sabe una cosa determinada y todo lo demás en el conocimiento humano lo desconoce heroicamente; de lo que, además, se siente muy orgulloso. Alguien dijo que el especialista es semejante a un ciego, que dentro de su habitación se defiende bien, pero fuera de ella se tropieza con todo.
Estas reflexiones no son más que ladridos a la luna de nostálgicos, a quienes no les queda más recurso que buscar la misa dominical en cualquier capillita donde oficie un curita viejo, culto y elocuente; y sentarse en un taburete de vaqueta, recostado a un zócalo, a escuchar a uno de esos maestros de la pucha vieja, que lo mismo daban historia, biología, anatomía, geografía, filosofía, matemáticas o literatura, y hasta educación física, y jamás hicieron una huelga, ni mandaron a los muchachos a que la hicieran.
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