César Montoya


La conquista era una hazaña fascinante. A la mujer se llegaba después de franquear peripecias increíbles, con derroches imaginativos para derribar las talanqueras de una mutua timidez. Existía el arte de la conquista. Debía hacerse gala de una marrullería sutil para penetrar en su alcázar de oro. La mujer sabía que era buscada, seguida, rogada, apetecida, llorada, colocada en un nicho limpio de impurezas. Acaparaba los laureles quien se adueñaba de su corazón.
¡Cómo eran de hermosos los flirteos! Primero los ojos. Ávidos atisbaban el riachuelo de colegialas con sus revolucionarias cabelleras al viento, inquietas las miradas, estrepitosas las palabras, las risas en coro, con el contraste blanco y azul, en sus ágiles cuerpos de palmera. Después el olor. La elegida tenía aroma flotante, una excitante fragancia de campiña. También el tacto. Sedosas las manos, vibrante la pelusa de sus brazos, dueña de un diccionario elemental para tocar el oído de sonoros presentimientos. Y la temperatura. Proyectaba estímulos su calor de sol naciente, sus jadeos de clima medio, su enervante calidez.
¡Ah, la filigrana de los piropos! Los fisgoneos oblicuos y el parpadear provocativo, las esquelas que se hacían llegar por conducto de correos celestinos, la espera de las respuestas en hojas perfumadas de repulidos arabescos, el acecho impaciente, los encuentros fugaces y las enternecedoras promesas.
¡Y el primer beso! Sentados los dos en un escaño, en el reverbero de las quince primaveras, ella nerviosa con un cuaderno escolar en la mano, agitada sin un porqué, intranquila por los presagios, ansiosa de cometer un pecado venial. En un tris es sorprendida por unos labios que asaltan los suyos. Ambos cierran los ojos, se abrazan, entrelazan las manos y en un resuello victorioso culmina el delicioso desliz. ¡Ah, ese primer beso inolvidable!
Eran aquellos unos amores escondidos. Su padre, un viejo vinagre, había predeterminado un convento para su hija. La quería con hábito monjil, encapuchada de luto triste, piadosa y camandulera. No imaginaba ¡jamás! sus precoces audacias sentimentales, su proclividad por un mozalbete atrevido, sus ímpetus en fogata por quien había abierto las puertas de su corazón. Ella, en las caprichosas secuencias de la vida, hoy es una abuela venerable.
Todo era furtivo y disimulado. Las miradas de soslayo, las misivas por conducto de alcahuetes, cortas las entrevistas con monosílabos de amor. La relación se alimentaba de pálpitos, de sustos continuos, del tejido cálido que se enmallaba en ese inexperto mundo de principiantes.
El bolero era el sustento de los amores. También las baladas tiernas, los valses coquetos, las voces líricas de los duetos. Los novios se inventaban sus correspondencias a través de las canciones. Suspiraban, profundizaban las miradas, era fuerte el respetuoso contacto de los cuerpos, más térmica la urdimbre de las manos. El estallido del amor tenía sus límites, adobado en palabras inocentes. Aquello era un manantial de cariños virginales.
La mujer tenía la romántica dimensión de un templo sagrado. García Márquez "en los tiempos del cólera" escribe que Fermina Daza "no hubiera permitido que él (Juvenal Urbino) le tocara ni la yema de los dedos antes de la bendición episcopal, pero tampoco él lo había intentado". Entre la pareja novial existía una discreta lejanía, una inviolable frontera de compostura frente a quien podía ser la esposa presentida.
Cómo no recordar el balcón florido, la presencia de la tía en los diálogos insípidos, el nocturno canto idílico de Romeo, el asomo de ella por una estrecha ala del postigo, la sorpresa floral en los cumpleaños, los pañuelos tibios de lágrimas, el cilicio moral que dejaban los pequeños pleitos, el monstruo verde de los celos de bifrontes explosiones.
Lo presintió el poeta: "Siquiera se murieron los abuelos". La juventud de ahora no sabe enamorar.
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