Pablo Mejía


Nuestra generación será recordada por el privilegio de vivir una etapa de transición que cambió radicalmente a la humanidad. Claro que a nuestros abuelos les tocó experimentar en carne propia aquel adagio utilizado para definir los cambios impuestos por la tecnología, de la mula al jet, porque muchos de ellos experimentaron en su infancia el transporte en recuas por los caminos de herradura, en tanto que mayores pudieron viajar grandes distancias en aviones a propulsión.
Las innovaciones tecnológicas empezaron a imponerse desde mediados del siglo XX, pero a paso lento porque entre una novedad y otra podían pasar muchos años. Claro que entonces era un descreste ver un aparato de televisión, una batidora o una máquina de coser eléctrica, pero esos electrodomésticos duraban mucho tiempo sin que aparecieran nuevos modelos con cambios representativos y diseños novedosos. Años después en los hogares la radiola fue remplazada por el tocadiscos, la brilladora por la aspiradora, el procesador de alimentos complementó a la licuadora y al viejo transistor lo desplazó una grabadora con radio de varias bandas.
A finales del siglo pasado los avances en todos los campos de la ciencia y la tecnología eran notorios, pero a partir del año dos mil empezó una carrera entre las marcas más representativas y las personas no acabamos de asimilar una novedad, cuando aparece otra que relega la anterior y la torna obsoleta. Hace una década mi amigo Harry Vandenenden llegaba a las fiestas con su aparatoso equipo de sonido, el cual requería una camioneta para transportarlo, y grandes tulas repletas de álbumes que contenían discos compactos y videos musicales. Poco después nos sorprendió con el Nómada, un adminículo que podía almacenar dos mil canciones y las reproducía con un sonido espectacular; a la fiesta siguiente llevó el Zenit, con mayor capacidad y mejores características; después consiguió el primer iPod, el cual evolucionó en capacidad y además redujo su tamaño de forma considerable. Y los antiguos parlantes, en los que se podía bailar encima, fueron remplazados por unos diminutos y de excelente fidelidad; de igual manera mejoraron consolas y demás accesorios.
Ahora los menores se preguntan por qué nos alarmamos al verlos durante las vacaciones enclaustrados en la casa y sin hacer nada diferente a entretenerse con el juego electrónico, la computadora, el televisor, la tableta o el teléfono celular. Dicha preocupación no desvelaba a nuestros mayores, porque nos divertíamos de la misma manera que ellos y sus antepasados; con una cauchera, rodando de alguna manera por las pendientes, los bolsillos llenos de canicas, en una comitiva y las niñas jugaban a las muñecas y a la casita. Disfrutábamos el asueto desde el primero hasta el último día, y mientras pudiéramos no parábamos en la casa.
Pero así como tuvimos el privilegio de vivir una niñez maravillosa, también nos tocó experimentar la magia que ofrece la tecnología en la actualidad; y lo que falta por ver… Para un joven ahora no es novedad ver los cambios en las cámaras digitales o los teléfonos inteligentes, porque no conocieron las antiguas máquinas de retratar de rollo en blanco y negro, o aquel viejo teléfono negro, un mamotreto de disco que ocupaba sitio de privilegio en cualquier hogar. A muchos ni siquiera les tocaron los primeros teléfonos celulares, conocidos como "panelas", esos primeros aparatos que aunque parezca paradójico solo servían para hacer y recibir llamadas.
A quienes estamos próximos a ingresar en la tercera edad y tenemos olvidos y lagunas, nos llegó la tecnología como un salvavidas. Recuerdo que mi mamá mantenía una agenda pequeña, su libretica, donde anotaba todo sin ningún orden ni lógica; la dirección y el teléfono de un pintor, una receta de cocina, unas medidas para llevarle a la costurera, el adelanto que le hizo al carpintero, una lista de compras pendientes, el nombre de un remedio y mil cosas más que apuntaba en la primera página que abría. Entonces la llamaba su hermana Lucy para preguntarle los datos del pintor y empezaba ella a pasar páginas, mientras le conversaba para ocupar el tiempo, hasta que le daba risa nerviosa porque no podía encontrar el dato.
También se quejaba mi madre por desmemoriada; ¡dónde tengo la cabeza!, repetía a diario. Pues ahora cuento con recordatorios en varios aparatos electrónicos y si olvido cualquier dato, recurro a Google. Diccionarios y enciclopedias virtuales, traductor, fotos satelitales detalladas del mundo entero, procesador de palabras que facilita la escritura de una manera increíble. Ya no necesito tener libros de cocina, atlas y mapas en general, tablas de conversión, catálogos, textos y tantos libros que recogían polvo en las estanterías.
Después de leer un año en la tableta y de absorber textos como ratón de biblioteca, en estos días me regalaron un buen libro y a poco de empezarlo me sorprendí, cuando en cierto momento al no conocer el significado de una palabra le puse el dedo encima. Ya estoy acostumbrado a consultar de esa manera el diccionario en la tableta digital; además me hace falta el reloj, buscar en la red, la luz del monitor para leer en la noche, o agrandar la letra si no tengo las gafas a la mano. Ahora mismo termino de escribir y procedo a resolver mi crucigrama favorito, lo último que hago antes de cerrar este aparato.
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