Álvaro Marín


Hace muchos años, un agudo observador foráneo, gratamente impresionado por nuestra estratégica ubicación geográfica, la riqueza natural, la diversidad climática y la inmensa variedad de atractivos paisajísticos, señaló que, a su juicio, Colombia era el país más bello del mundo, pero que era muy triste verlo tan mal habitado. Aunque es antigua y certera la sentencia, cobra plena vigencia en el actual maremágnum de conflictos sociales y la encarnizada rebatiña por el control político del Estado, además del sinnúmero de escándalos, tanto por corrupción como por abuso de las investiduras y el irrespeto a las autoridades.
Siempre se ha sostenido que el componente más importante de una nación es su capital humano, porque a través suyo se desarrolla un largo y complejo proceso evolutivo con el propósito de depurar paulatinamente el primitivismo y consolidar una serie de valores que le otorgan a una comunidad identidad y respetabilidad ecuménica. Sabemos muy bien que la inmensa mayoría de colombianos es gente esforzada, noble, trabajadora, honesta, de buena fe y soñadora. No obstante, el mayor escollo para la convivencia organizada y el progreso común se encuentra en una dirigencia irresponsable, poseedora de una solemne mediocridad, de una ineptitud olímpica y de una voracidad incontenible que obedece incondicionalmente a la codicia más recalcitrante.
Como el mal ejemplo cunde, cierto sector de la población considera que en la trampa y la deslealtad radica el éxito en la vida, el brillo social, la respetabilidad pública y la trascendencia mediática. Dichos modelos constituyen sugestivos proyectos de vida para los jóvenes que observan deslumbrados los nuevos paradigmas del enriquecimiento súbito y de la importancia instantánea.
Estamos levantando, con el auspicio de los medios de comunicación y las redes sociales, una sociedad insensible que oye pero no escucha, que mira pero no ve y que carece de capacidad de entrega y de la cualidad de la paciencia. ¡No!, lo esencial es figurar y lo más pronto posible. Todo hay que hacerlo con desenfreno de vértigo, a cualquier costo, llevándose de calle principios y valores, preceptos y tradiciones. Esta es la era de la competitividad salvaje, de los personalismos sin límite, porque el desafío es alcanzar la supremacía en el frívolo escenario de la prepotencia y el engreimiento. Nos encontramos ad portas de sufrir a un mundo de fantoches en el poder. Alguien ya había dicho, con lucidez envidiable, que tenemos los gobernantes que nos merecemos y aquí le rendimos culto a los reyezuelos.
Para muestra un botón: Carlos Enrique Martínez es -según la mamá- todo un héroe de la Patria, en palabras más memorables, ‘un buen muchacho’. Con desfachatez ofensiva este exconcejal de Chía, al peor estilo del exsenador Merlano, se valió de su investidura para negarse en repetidas ocasiones a atender los requerimientos de rigor de las autoridades a raíz de violaciones a las normas de tránsito. Y, como es obvio, termina burlándose deportivamente de la institucionalidad. Con esa patente corso, coronada de cinismo, no tiene nada de extraño que, con estos arrestos, llegue, incluso, a la presidencia de Colombia. Amanecerá y veremos.
Ínfulas similares adornan a un personaje de nuestra parroquia que alcanzó una curul en el congreso por la mecánica de ‘repechaje’ -en buen uso del lenguaje futbolero-. Con su acostumbrada arrogancia se declaró públicamente desatendido porque el gobernador de Caldas no lo hubiera llamado de manera expresa a felicitarlo por su trasnochada victoria electoral, aunque precisó que eso no le hacía falta. Entonces, sí pero no, para qué reclama. Habrá que conseguir todos los trapitos disponibles para intentar atender dignamente al flamante parlamentario.
¡Vaya vanidad inconmensurable con la que se emperifollan estos personajillos obsesiva y desaforadamente exhibicionistas! Asistimos a la entronización de la fanfarronería como nueva cultura política, diseñada para descrestar calentanos y engatusar incautos. Por lo tanto, continúa perpetuándose la estupidez humana.
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