José Jaramillo


"Bendita democracia, aunque así nos mates", solía decir el maestro Guillermo Valencia, decepcionado por la deformación que había sufrido el sistema político que se consideraba ideal. Y eso lo expresaba el poeta, parlamentario, estadista y diplomático a principios del siglo XX, cuando aún existían principios e ideales, polarizados en dos partidos que predicaban estilos de gobernar distintos, por los que se hacían matar. Lo que no es una figura literaria sino una aplastante verdad, como lo demuestran las absurdas guerras civiles del siglo XIX y la violencia política de la primera mitad del siglo XX. Pero en los tiempos del "Hidalgo de Paletará", llamado así por los embelecos nobiliarios de los blancos de Popayán, de los que el Maestro era portaestandarte, y por el nombre de su hacienda, que era uno de esos latifundios caucanos de páramo, otorgados por cédulas reales de la época de la colonia a lagartos de clase alta, las arcas oficiales eran sagradas y la majestad de la justicia la ejercían los más sabios y probos. Sin importar la confesión de ideas políticas de jueces y magistrados, nadie dudaba de la rectitud de sus fallos. En cuanto al erario, éste se invertía mal por incapacidad administrativa o por falta de planeación en las obras, pero los funcionarios públicos no se lo echaban al bolsillo.
De modo, mi querido Maestro, que quédese con sus "lánguidos camellos de elásticas cervices", y no se le ocurra asomarse a ver cómo se manejan en este siglo XXI la política y la justicia, en Colombia y en casi todas partes del mundo, porque queda como el "mísero can, hermano de los parias".
El sistema democrático que nació en Grecia, se refinó en Roma y pulieron los anglosajones lo prostituyeron políticos ambiciosos aliados del capitalismo salvaje; y su objetivo de "gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo", para procurar el bienestar colectivo, se cambió por un mercado en el que se trafica con conciencias, testigos pagados, fallos judiciales negociados, alianzas perversas entre magistrados y congresistas, inversiones públicas amañadas y toda clase de perversidades que los actores inventan con una creatividad asombrosa, con un objetivo único: enriquecerse.
Pero lo peor es que la ignorancia es por estas calendas la soberana de la democracia representativa, porque un errado concepto de dar oportunidades a la gente eliminó las mínimas condiciones intelectuales y morales necesarias para ejercer un cargo. Y no se refiere la idea de "condiciones intelectuales" a la exhibición de títulos académicos, sino a que el candidato tenga cultura humanística, criterio, sentido común y carácter. Vuelve y juega la idea de que ahora hay muchos doctores y muy pocos señores. Y, además, al desaparecer las ideas de los candidatos, para que los electores escojan programas, el "oscuro e inepto vulgo" vende el voto por un tamal y una media de aguardiente y termina eligiendo "petros" por todas partes, para que acaben con lo que otros construyeron con inteligencia y esfuerzo. Y con la plata de todos, además.
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