Guillermo O. Sierra


Ahora que, de manera paradójica, vivimos tiempos de incertidumbres y de bastante incredulidad, no solo en la religión, sino en los sistemas seculares, cobra vigencia el mal chiste aquel que dice que el día que el Papa se desembarace de la idea de que Dios existe, se queda sin empleo. Esto lo digo porque cualquier tipo de enseñanza sea escolar o universitaria debe estar en la autoridad (incluso, en la figura como tal de la autoridad, que cobra ciertamente un significado simbólico).
Mal que bien “o al revés” quienes hemos tenido la fortuna de pasar formalmente por aulas de clase aceptamos que hay cierta clase de personas con autoridad que han adquirido el derecho de hacer y de decir cosas; si no fuera así, la autoridad se volvería difusa y terminaría por desaparecer; y, en consecuencia, la institucionalidad también se desvanecería.
Por fortuna, la mayoría de los estudiantes “por no decir que todos” aceptan el derecho (y la obligación) que tienen los profesores cuando éstos les dicen lo que deben estudiar. Por obvias razones, los derechos vienen de la mano de las consecuencias. Los profesores “al menos la mayoría, por no decir que todos” saben de sus limitaciones y de hasta dónde la legitimidad que han de ganarse debe ser cuidada y conservada. Por ejemplo, saben que los conocimientos sustantivos, esenciales de una disciplina o profesión no pueden ser negociados, lo que bien podría pasar con otra cierta clase de saberes (en las universidades les llamamos, por ejemplo, electivas).
También por obvias razones, lo que uno espera de la autoridad de un profesor es que se la gane vía el conocimiento que posea; para decirlo con otras palabras: uno espera que las violencias simbólicas, por ejemplo, puedan ser excluidas a partir de acciones producto del conocimiento y de las acciones pedagógicas de quienes profesan el noble oficio de la docencia. Creo, desde mi prejuicio, que la autoridad por el conocimiento es un elemento fundamental para una actuación pedagógica eficiente y eficaz. Esto conlleva el caer en la cuenta de que la autoridad no es uniforme ni unidimensional; las ideas ciertamente ejercen efectos distintos cuando se está en presencia de grupos diversos. Digamos que lo que bien puede diferenciar una acción pedagógica que resulte positivamente incluyente, solidaria, equitativa y justa, de otra que termine por imponerse, descansa de manera sólida en el reconocimiento de que cada grupo de estudiantes comporta un ethos diferente.
El pensar con juicio en el ethos diferente de los estudiantes hace que éstos adquieran conciencia de que ser, por ejemplo, estudiante universitario es un privilegio, el mismo que por supuesto, debe cuidarse y conservarse. Los estudiantes favorecidos de hecho aportan hábitos, formas de ser y de estar que les son muy útiles a la hora de ubicarse en uno u otro contexto.
La pregunta, entonces, que se me ocurre, es ¿cómo hacer para que las relaciones “interactuaciones o intersubjetividades dirían los psicólogos” tanto de profesores como de estudiantes estén en consonancia con procesos de aprendizaje que terminen por contribuir en la construcción de un país y de una sociedad más humana?
La búsqueda de respuestas a esta pregunta conlleva prestarle toda la atención a la educación como el motor móvil de la vida. No es suficiente, me parece, con el saber disciplinar o profesional; es fundamental, las actuaciones de la autoridad pedagógica para resolucionar los conflictos, como bien lo dice Estanislao Zuleta, de manera productiva e inteligente. Y esto, soy un convencido de ello, se hace por la vía de la palabra, de la conversación. Conversemos para que no perdamos el privilegio de ser estudiantes universitarios.
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