Camilo Vallejo


La política agoniza porque la hemos herido de muerte. La verdad es que hemos empezado a discutir y decidir a través de estudios, consultorías, informes, especialistas, gurús, expertos, es decir, con todas aquellas fórmulas que con engaño nos vendieron como objetivas, prácticas, realistas, viables, sin intereses y con las respuestas más concretas y certeras.
Y cuando lo que vale es la técnica y no el ímpetu, la encuesta y no el debate, el dato y no la idea, el experto y no el político, el foro de panelistas y no la plaza pública, es porque la política está muriendo como mueren las hadas: diciéndole que no existe.
Es este el escenario en el que hemos terminado, donde los fines sociales parecen ya decididos y lo único que se debate son los medios para realizarlos, aunque con un único método: a punta de estudios y expertos. En efecto se trata de una política marchita, pues no hay enfrentamiento de ideologías o deseos, solo hay una discusión de informaciones especializadas ya listas para aplicar.
Sucede que cuando nos quedamos peleando entre consideraciones técnicas, de estudios y de simple forma, terminamos discutiendo sobre lo que no es realmente determinante y sobre aquello que está lejos de transformar la realidad. Como digo, la discusión termina no siendo sobre los fines sociales; solo nos preocupa si el cálculo está ajustado o no, si la tendencia fue bien medida, o si hay recursos. En otras palabras, nos quedamos discutiendo las variables sin detenernos a pensar que la fórmula que estamos usando puede no ser la correcta.
Es algo como lo que le pasó a los nazis, o al menos a los burócratas de Hitler. Gastaron años discutiendo cuál era el mecanismo más efectivo para exterminar los judíos, porque, eso sí, lo de erradicarlos o no era un tema por fuera de la discusión. Es que en últimas las decisiones de si exterminar o no una comunidad, de cuál derecho reivindicar primero, de cuál Estado construir, de cuál constitución defender, o de cuál ciudad planificar, son del tipo que no pueden resolverse con fórmulas técnicas como las que hablamos, pues son producto de la más pura de las decisiones políticas y de la más radical de las elecciones éticas. Pero como estamos embelesados con la técnica, poco cuidado se les pone porque parecen temas secundarios; las discusiones se dan sobre las materias que sí tratan los estudios.
Edward J. Mishan señaló que las decisiones políticas no pueden estar en manos de los expertos o de los técnicos especialistas. Su papel únicamente se reduce a ofrecer información para facilitar las discusiones o para construir los medios que harán realidad la decisión política que es previa. Porque la determinación de los fines sociales es anterior a cualquier consideración técnica y no nace de los estudios sino de las conciencias; es algo que le corresponde a la comunidad en su actividad netamente política.
El sistema que hemos dejado en pie no le apuesta a eso. Ya no decidimos porque creamos en un discurso o porque nos conmovamos con él. Nos basta con que el político recite un informe técnico que cumpla con las condiciones indispensables de minimizar costos, respetar el presupuesto, exponer estadísticas y encuestas, mostrar eficiencia, y, en últimas, estar certificado por un experto reconocido, "neutral" y "sin-partido". Quien hable por fuera de lo técnico o quien hable de los temas que no pueden ser reducidos a consultorías y expertos, es un irracional, un apasionado, un soñador, un tierno, un inocente, un utópico, un populista.
Poco a poco nos han ido metiendo en una política que no es para proponer ideales sino para hacer demostraciones científicas; que no es para imaginar ni crear, sino para reincidir y repetir fórmulas; que no es para desafiar ni arriesgar, sino para caminar sobre seguro y siempre acertar.
La salida está en recordar que sí podemos hablar sin saber la técnica, sí podemos proponer una visión política antes de saber cómo la vamos a hacer, sí podemos ofrecer una esperanza sin que nos avale un experto, sí podemos arriesgarnos y tomar partido por el simple impulso del amor o del deseo de justicia. Al fin y al cabo somos humanos, y desde nuestros primeros días tenemos el poder de decir qué es lo justo, qué es lo bueno y qué es lo que queremos. Los estudios vendrán después como consecuencia de nuestras ilusiones y decisiones, pero nunca más como reemplazo de la consciencia con la que imaginamos y decidimos.
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