César Montoya


De la encumbrada estatura de Guillermo León Valencia, Gabriel Turbay, Jorge Eliécer Gaitán, José Camacho Carreño, Manuel Serrano Blanco, fueron, en el siglo pasado, los tribunos de Caldas Fernando Londoño, Silvio Villegas y Gilberto Alzate. Incluso, superiores.
Londoño nos dejaba lelos. Con indumentaria de dandy, pulido en sus gestos y garganta melodiosa, verlo actuar en los balcones era un espectáculo inolvidable. Iniciaba sus intervenciones con un moroso paseo visual para captar la mirada del público. Desde ese momento la audiencia era suya.
El tono de su voz era arrullante, de pronto agudo, para retornar a la obediente mansedumbre de la palabra. Era un lírico. Le brotaban en cascada los adjetivos que él los masticaba con deleite emocional.
Cuando Londoño intervenía en el parlamento provocaba sacar pareja, según el senador antioqueño Gilberto Moreno.
Silvio Villegas manejó la prosa verbal con ciclotimias temperamentales. Era grandioso en el discurso, con deprimidos bajonazos cuando perdía el patrocinio de las musas. En las correrías políticas nos sorprendían sus antípodas oraciones. Luminoso y sorpresivo, de pronto corto de dicción. Así son los oradores. Torrentosos, y de repente císticos en el manejo del idioma.
Es posible que para desquitarse del complejo de su baja estatura, buscara el desquite en el armazón de frases tremebundas, como salidas de las fauces de un león acorralado. Tenía vasta cultura que la utilizaba para las citas oportunas. Era una caldera ardiente en las polémicas y un fabulador duendístico en el sólido estilo de sus ensayos.
Es difícil que Colombia produzca otro monstruo de la inteligencia como Gilberto Alzate Avendaño.
Murió a los cincuenta años cuando tenía el país a sus pies. Asombroso que en media centuria se transformara en un océano de sabiduría. En el parlamento sus intervenciones se convertían en un espectáculo de luces de bengala. En las tribunas de los pueblos era partero de un léxico perfecto.
Había superado los recelos del Liberalismo y todo el Partido Conservador se dejaba conducir de él como un lebrel. Era un caudillo sin la versatilidad miedosa de Mussolini, ni las obsesiones racistas de Hitler.
Es impactante la calificación que de él hizo el profesor Luis López de Mesa: "Alzate carga dinamita en las ideas". En efecto, fue temible en la polémica, macizo arquitecto del Estado, profeta sobre el devenir de la nación. A esas condiciones de semidiós, hay que agregar el manejo matemático del verbo como escritor y orador.
Tenía, en el comienzo de sus intervenciones, voz nasal que iba desapareciendo en el ardor emotivo de sus fulguraciones. En Caldas, nadie como Alzate en la anterior centuria.
¡La palabra, ah la palabra! Gatea, sangra, se empina, horizontal en las secretas ternuras, ofídica en los ataques, enamoradiza en el diálogo de los amantes, postrada en las humillaciones, arrebatada y colérica en los enfrentamientos, piadosa y llorona en los cementerios.
La palabra es arquitectura, columpio celeste, émula de las estrellas, cantarina como las ninfas, creadora en los labios de Dios.
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