Eduardo García A.


En estos días de fiestas pascuales, cuando los occidentales se aplican a sus devociones milenarias en la mitad del planeta, no queda más remedio este aburrido viernes santo que visitar Notre Dame de París, lugar común que atrae cada año a más de 60 millones de turistas y cumple por estas fechas 850 años de existencia (1163-2013).
Centro de todas las peregrinaciones, cantada por los poetas, escenario de la famosa novela de Víctor Hugo, sitio de iluminaciones, milagros, saqueos revolucionarios, coronaciones reales, entre ellas la del Emperador Napoleón Bonaparte, la señora de París acaba de recibir para ese efecto una decena de nuevas campanas, entre ellas una mayor, fundidas todas en Bélgica, que renuevan el sonido portentoso de los campanarios omnipresente antes con su impronta y ahora ahogado por el insoportable murmullo citadino.
He pasado por ahí miles de veces a lo largo de las décadas y siempre me embarga una sensación especial, incómoda, extraña, de banalidad y lugar común, aliados al estupor del tiempo, aunque la verdad sea dicha ha sido mayor la impresión sentida frente a la Catedral de Estrasburgo, joya sin par situada en la capital legislativa de Europa que uno nunca se cansa de admirar, pues allí quedan todavía vestigios de la ciudad medieval y alquimista empotrada en un cruce de caminos del viejo mundo, bañado por el agua de un río, el Ille, que desemboca al majestuoso Rhin.
Notre Dame de París, por el contrario, carece de las torres bruñidas que impresionan en Estrasburgo, Colonia o Chartres y es una especie de pastel pesado reemplazado a lo largo de los siglos por múltiples renovaciones a veces fantasiosas como la última y más espectacular de Viollet Le Duc en el siglo XIX, a quien se acusa de haber hecho su catedral personal, llena de sus propios fantasmas y delirios de megalómano decimonónico.
En varias ocasiones la Catedral, situada en una isla del Sena, en pleno centro de la ciudad, se encontró en tal estado de decrepitud que estuvo a punto de ser derruida y varias veces fue salvada in extremis, por lo que ahí está hoy de milagro mientras hace ya siglos desapareció el barrio medieval que la rodeaba en medio de estiércol y detritus, habitado por ciegos, tuertos, paralíticos, miserables, huérfanos, mendigos, payasos y clochards.
Ahora, con motivo de los 850 años, Notre Dame se ve renovada, limpia en exceso y en su interior se aprecian los ladrillos nuevos que colocan los albañiles y luego serán cubiertos con una pátina artificial de tiempo para dar la impresión de antigüedad. El espléndido sonido del órgano lo inunda todo y el incienso borbotea de los recipientes y sube y se enreda por arcos y arcadas hasta arquitrabes, cúpulas y vitrales.
Una romería incesante de visitantes hace la cola en permanencia y frente a los portales, en la amplia plaza, se ha instalado una gradería horrenda donde en su mayoría asiáticos, estadounidenses, europeos y latinoamericanos se sitúan en masa para activar los flashes de sus cámaras. Todos llevan el kit del viajero: bolsas de marca en la espalda, tenis de caminante marca Adidas, New Balance, Nike o Reebook, y parkas abullonadas para el invierno persistente.
Adentro, en medio de los cánticos variados de la misa vespertina, cuando el órgano estremece todo, puede uno observar los rostros de los visitantes del mundo entero que tal vez nunca regresarán y tratan, en el ajetreo de las agendas turísticas, de captar la imagen interior que se llevarán para siempre. Lo mismo hemos sentido en los milenarios templos de la India o en la ruina de las estupa budista de Sarnat, donde supuestamente oró Buda. O sea que hoy el papel del aburrido habitante local y el visitante efímero se han trocado entre piedras que ni siquiera lloran de humedad o apocalipsis.
El espectáculo de hoy es la exposición de la corona de espinas que los clérigos de monseñor Vingt-Trois, cardenal arzobispo de París, sacan cada primer viernes de mes y ante la cual oran los adoradores de reliquias. Dícese que la joya crística fue adquirida por el rey cruzado Luis, el gran San Luis Rey de Francia, el más famoso de los luises, incluso por encima del muy moderno Luis XIV.
En Brujas, la antigua Venecia del Norte, visitada por todos los reyes, incluso Carlos V, en cuyo reino nunca se acostaba el sol, los cofrades medievalistas herederos de los cruzados pasean hoy el recipiente donde se supone se encuentra la sangre de Cristo en procesiones tradicionalistas que estremecen ante el sonido del espectacular campanario central de la ciudad, descrita por el decadente Georges Rodenbach en su Brujas la muerta.
Luego, con micrófonos siniestros que rompen cualquier ceremonia, en la pequeña capilla de la Santa Sangre de Brujas, los pastores proceden a invitar a los turistas asiáticos a que pasen a ver la reliquia y depositen junto a ella sus gruesos billetes en una especie de ofrenda pagana o ritual de turistas.
Pero allí, pese a todo, hay más tiempo, más pátina, más auténtico aroma de antigüedad. Aquí en París por el contrario solo faltan el Kentucky Fried Chicken y el McDonalds al lado de la mole para que el cuadro sea perfecto en este siglo XXI de todas las globalizaciones y el turismo masivo.
Solo me resta entonces sacar el libro París a través de las edades, de M. F. Hoffbauer, el prusiano renano que consagró su vida a la historia de la ciudad en el siglo XIX y que en un capítulo ilustrado de su libro nos habla de la vieja Catedral y su entorno medieval por medio de grabados en madera, aguafuertes coloridos y palabras. Notre Dame la vieja, la otra, solo vive ya en los libros de la leyenda.
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