Ricardo Correa


Por estos días se han escuchado voces de políticos y funcionarios públicos exigiéndole al presidente Santos o sugiriéndole al oído que rompa las negociaciones con las Farc o que las condicione a una resolución casi que inmediata. Enemigos y amigos políticos del presidente han hecho pública su voz. El expresidente Uribe y sus seguidores han insistido una y otra vez, en un coro que se repite sin fin, que el actual proceso vulnera seriamente la democracia y afecta de manera grave la seguridad. Esto en cuanto a los enemigos de Santos. En sus propias filas, el partido liberal, por intermedio de su presidente Simón Gaviria, le insinuó al presidente que contemplara la posibilidad de terminar las negociaciones si los puntos de la agenda no se iban pactando rápidamente. Gabriel Silva, alguien muy cercano al presidente, en una reciente columna de El Tiempo le dice a Santos que tal vez sea el momento de levantarse de la mesa. Dentro de los funcionarios, el más claro enemigo del proceso de paz es el procurador Ordóñez, quien con pertinaz obsesión busca deslegitimarlo a través de exigencias imposibles para un evento de esta naturaleza. Su esfuerzo diario es el de poner obstáculos a todo lo que tenga que ver con un posible acuerdo con la guerrilla. Todo esto sin contar a decenas de columnistas y de personas que influyen en la opinión.
La pregunta para todas estas personas es ¿Después de la ruptura qué? La respuesta es clara y simple: una década o más de guerra con todos los desastres que esta causa. Cada año miles de civiles muertos, mutilados, desplazados o despojados. Dos mil miembros de la fuerza pública muertos o mutilados. Billones de pesos del presupuesto público invertidos en la confrontación. Y una zozobra general, difusa y malsana que invade el espíritu de la nación. Los teóricos de la negociación, especialmente los de la escuela de Harvard que lideró por muchos años el profesor Roger Fisher, hablan de la "mejor alternativa a un acuerdo negociado", para referirse al escenario que hay que tener en cuenta paralelamente a una negociación, es decir, cómo serían las cosas si no se negocia. Para el caso presente, romper tendría más costos para la sociedad en su conjunto que continuar en la mesa, con todas las dificultades y problemas que seguir implica.
Es preciso entender que este proceso es muy diferente al del Caguán. Cuando el presidente Pastrana dio por terminada la negociación con las Farc el 20 de febrero del 2002 era porque no había nada más qué hacer, el proceso estaba muerto. Hoy todo es diferente: el Estado está más fuerte y las Farc mermadas, y sobre todo, hay un pleno entendimiento desde la guerrilla de que ya no hay más espacio para la guerra, que por ese camino no lograran ni el poder ni los cambios que han pregonado por cincuenta años. Una lectura juiciosa de las manifestaciones que hacen las Farc desde La Habana, o desde su comandancia, dan elementos de juicio suficientes para asegurar que esta vez sí quieren negociar de verdad, que no hay vacilación. Ahora bien, lo anterior no implica que la misma guerrilla no cree dificultades dentro y fuera del proceso: sus acciones violentas, declaraciones altisonantes y posturas poco razonables ambientan la antipatía o el escepticismo hacia las negociaciones.
El presidente tiene afán, los ciudadanos y la opinión también. Santos urge resultados para dentro de un mes, para principios de noviembre, por lo menos algunos avances que le permitan a él y al proceso mismo recuperar fuerzas para seguir adelante en un camino que todavía está empezando. El tema de la participación política es el que está sobre la mesa, y es posible y viable llegar a acuerdos en este tema.
Lograr el cometido de que concuerde la refrendación ciudadana de los pactos finales con las jornadas electorales del año entrante parece difícil, pues hay que recordar que el camino está lleno de obstáculos y que se busca acabar una guerra larga, de medio siglo. Podría pensarse en un cronograma diferente, que se extienda razonablemente sin permitir que se dialogue eternamente. Las actuales negociaciones en nada ponen en riesgo la democracia ni han debilitado la seguridad del país, sostener esto es irresponsable, temerario y mal intencionado. Por el contrario, desechar esta oportunidad de paz sería un inmenso error y nos condenaría a perpetuar una violencia que se volvió adicción.
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