Álvaro Marín


Durante la temporada de verano el esplendor de nuestra bella colina desvertebrada ofrece un espectáculo extraordinario, deliciosamente grato para los sentidos. La ciudad adquiere una tonalidad diferente, un semblante tropical, una atmósfera festiva, un espíritu renovado y sonreído. Por estos días se ponen de acuerdo la alta cordillera, matizada con verdes de todos los colores, y la transparencia del azul apenas tocada por pinceladas traslúcidas que imitan la delicadeza de una paleta de acuarelas, con el propósito deliberado de enmarcar el perfil urbano de la encantadora aldea moderna.
Por esta época, Manizales da la sensación de ser más mediterránea y aérea, sensorial y emotiva, acogedora y jovial. Exhibe su mejor ángulo, su más bella imagen destinada a la inmortalidad fotográfica. Desde muy temprano luce los colores más vivos y estrena una energía que parece llegar con la vitalidad de las laderas andinas para alargar las horas del reencuentro y aliviar la oquedad de las ausencias. Con esas brisas tónicas llena sus pulmones, fatigados por la rutina, con un optimismo que se desborda por sus calles pigmentadas con las luces y las sombras de una topografía inesperada y vibrante, que no se conoce en ningún otro lugar de Colombia. Es el tiempo mágico del estío.
Nuestra ciudad vuelve a ser una fina doncella dueña de una sensualidad a flor de piel. Las mujeres de todas las edades transitan más airosas que nunca, haciendo más palpitante la sugestiva postal del cálido paisaje manizaleño. Unas van con leves vestidos salpicados de flores, ceñidos por aromas conocidos, y otras, más audaces, reducen su atuendo a diminutas faldas que dejan desnudas sus piernas arropadas solo de iridiscencias que llegan justo al límite de la imaginación de los transeúntes desprevenidos.
Pero, tal como suele ocurrir con las mejores cosas de la vida, y, según se acostumbra a decirlo coloquialmente, no hay dicha completa. Hasta este renglón llega el cielo despejado, la cara fresca con que se levanta la ciudad y el sol que brilla en forma generosa para todos. Aquí empieza, en palabras simples, el desesperanzador capítulo del desgobierno en la calle.
No obstante la estampa fantástica de la que hace gala nuestra centenaria capital de las alturas por estas calendas, la procesión va por dentro, porque con el paso de los días la comunidad es víctima de una inquietante inseguridad progresiva. Su tranquilidad proverbial se ha convertido en un escenario de amenaza latente.
El espacio público se encuentra manga por hombro. La anarquía campea con aires de ley de la selva en el caos vehicular y peatonal, en la contaminación visual y auditiva, merced a la ausencia de autoridad y a la carencia de disciplina colectiva. Estamos sin mando, sin brújula, sin control ni protección.
También ocurre que ahora Manizales es dramáticamente la ciudad de las puertas abiertas. No es sino ver los ejércitos de nuevos mendigos, lustrabotas y loteros, para citar los más visibles, que invaden -con una agresividad desconocida en nuestro medio- calles, avenidas, parques, puentes, zaguanes y alrededores de edificios y establecimientos públicos. Resulta que en una parroquia como la nuestra es posible reconocer los pordioseros tradicionales, los loteros clásicos, los taxistas profesionales, además de los loquitos inofensivos que no le hacen mal a nadie, porque ya son patrimonio de esta colina que avanza hacia el abandono y la decadencia.
El triste epicentro de la mencionada migración desbordante y caótica continúa siendo la historiada carrera 23. Transitar por sus predios y por los del centro histórico se ha transformado en una aventura peligrosa, dado que ahora se consolida como autorizada pasarela de la prostitución en las más diversas variedades sexuales, del tráfico de drogas, del acecho de raponeros y de la presencia pavorosa de sicarios que vienen a probar puntería entre nosotros. En medio de un monumental desaseo y al unísono con los vociferantes vendedores de perecederos y de baratijas, también participa el tintineo alienante de los tragamonedas que devoran las mesadas, los denarios y los sueños de un pueblo ingenuo, que cae en las garras de una fortuna tan esquiva como ilusoria.
En estas condiciones, los verdaderos desplazados son los ciudadanos de bien que no pueden asomarse ni frecuentar este territorio de nadie. Como decían los viejos, nos tragó la tierra, irónicamente, esa misma parcela del alma que alguna vez ostentó con orgullo el legítimo carácter del mayor desafío de una raza.
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