Luis F. Molina


Ya quedó claro que en América Latina tenemos nuestro propio represor, un ser talentoso en la irracionalidad y la invención. Es sincero catalogar el gobierno de Nicolás Maduro como régimen, tal como es el sirio, presidido por Bashar Al-asad, un hombre aferrado al poder que sigue allí a pesar de los 109 mil muertos de una guerra civil.
Es más, Nicolás Maduro y Bashar Al-Asad son simpatizantes políticos. El 27 de septiembre del 2013, Al-Asad agradeció la ayuda de Venezuela y otros países del ALBA en una supuesta lucha para demostrar lo que realmente ocurre en Siria. Maduro, por su parte, secundó la defensa del gobierno de Al-Asad culpando a enemigos imaginarios por la existencia de las protestas y el descontento popular.
Maduro, autodenominado “hijo de Chávez”, no es más que un expósito de la democracia. Es el más grande embustero de la política regional, con un discurso chavista reformado para mal… o peor.
Es perentorio recordar que Nicolás Maduro llegó dudosamente al poder, en una jornada dominical sembrada de preguntas que todavía no consiguen respuestas coherentes. Sin temor alguno, Maduro está haciendo todo lo que sea posible para que lo saquen de Miraflores y lo consigue poco a poco.
Los enfrentamientos que se desataron desde la semana pasada en Caracas son el principio del fin de Nicolás Maduro, o Nicolás Al-Asad, como presidente de la República Bolivariana de Venezuela. Lo anterior no significa que la llegada de otra postura ideológica a la Presidencia vaya a mejorar sustancialmente el estado social del país, pues a Venezuela solamente queda reconstruirla.
Censura, mentiras, caos, paranoia y otros tantos ingredientes comienzan a descubrir los débiles cimientos de un gobierno construido en una gran farsa. De hecho, Maduro, en medio de sus vociferaciones solamente logra culpar una horda de supuestos fascistas por la debacle que él mismo creó gracias a las desconocidas fronteras de su mentecatez.
Los venezolanos están despertando de una horrible noche. Con Chávez, al menos tenían un líder con una idea estructurada —mediocremente—, pero con Nicolás Maduro se plantan a un abusador mediático. Por eso es común, como en los terribles días de las dictaduras, escuchar a diario las palabras “cadena nacional de radio y televisión con el presidente de la República”.
La semana pasada, mientras oía a Claudia Gurisatti Barreto protestar por la censura de su canal de noticias de corte derechista de los operadores de cable venezolanos, la siguiente frase también me hizo repudiar más el estado de las cosas en el vecino país. Parafraseando, Gurisatti comentó que los periodistas oficialistas solamente reciben las oportunidades de preguntar en las ruedas de prensa, lo que es doblemente preocupante.
Ver, por ejemplo, la inequidad en el cubrimiento del caos en la cadena TeleSur (financiada por el gobierno venezolano) es todavía más decepcionante. La falta de objetividad y certeza de esta señal se ve en Twitter con mensajes como “@teleSURtv: Fascistas violentos asediaron las instalaciones del canal del Estado venezolano bit.ly/1hhAMbW”.
La pregunta del millón de bolívares es: ¿qué pasará cuando el ideal chavista termine de fracasar gracias a la inexorable labor de Maduro?
El tiempo nos ha enseñado ciertos patrones comportamentales del humo chavista. Próximamente, un gobierno foráneo estará detrás del caos social venezolano. Maduro creará de la nada una tormenta regional para desviar la atención y su gobierno caerá con el paso de las semanas, pues no hay mal que dure cien años ni pueblo que lo resista.
Lo que no puede ocurrir en América Latina es que nos acostumbremos a ver con ojos indiferentes lo que acontece en Venezuela como ya es normal oír de todo tipo de barbaridades en la Siria de Bashar Al-Asad. Es inaceptable darle tales licencias a un presidente que ya perdió las riendas de sus propios engaños.
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