César Montoya


Mi abuelo llegó de Jericó, hace una centuria, a las tierras de Aranzazu. Algunos glóbulos del Montoya, ahora en los altares, debían correr por sus arterias. Este apellido, en su polivalente idiosincrasia, lo caracterizaban variadas condiciones. Unos eran devotos, inclinados por los seminarios y los conventos monjiles, y otros, disipados y bullosos, proclives a las algarabías mundanas. Mientras las mujeres de allá vestían con sobrios colores de recatado estilo, las de acá eran arrebatadas y modernas. Faldas cortas, escotes atrevidos para mostrar el prodigio danzante de los senos, glúteos redondos, todo condimentado con una coquetería liviana.
Presumo que pertenezco a esta segunda descendencia, que hace de la vida un deporte carnavalesco. Mi abuelo fue su prototipo. Alto, blanco, de ojos zarcos y manos azucenadas. Ahondaba surcos en la semana, y el sábado y domingo rezaba por la salvación de su alma. Ahora, Laura Montoya, tal vez mi parienta lejana, me enclaustra en insistentes meditaciones sobre la génesis de mi estirpe pueblerina.
Muchas veces me he extasiado, desde lejos, mirando el contorno geográfico de Jericó. Luce sobre un plácido recuesto de la cordillera, de un verde fulgurante, con apretada malla urbana que ahora la televisión bellamente la ha desintegrado al menudeo. Enormes casas castellanas, balcones enchambranados, ventanales liberales y calles alongadas. Semejante a Salamina.
Allí nació Laura Montoya el día 26 de mayo de 1874. Fue una chica inconforme, inicialmente no adicta a la camándula, pero muy pronto enrutada en los deberes místicos por su madre. Huérfana y asfixiados los suyos por la pobreza, tuvo que deambular buscando afectos en la parentela acomodada, para que la aceptaran de arrimo, porque su familia rayaba en la miseria. No hubo escuelas para ella. Estrangulada por las precariedades, se convirtió en una autodidacta. Su insistencia por la liberación de las ataduras económicas la introdujo en la Normal de Medellín para poder desviar el modesto peculio de la nómina hacia su familia que de todo carecía. Quiso ser monja pero murallas selectivas frustraron esa aspiración. Ocasionalmente conoció la desventurada vida de los indios, circunstancia que iluminó el sendero de su verdadera vocación. Demostró que tenía obsesiones inclaudicables.
Todo se desencadenó en su contra. El Obispo Miguel Ángel Builes, de olímpico cayado, ningún afecto le tenía; tampoco encontró apoyo en los prefectos apostólicos, ni en los misioneros carmelitas. Le tocó enfrentar la gavilla colérica de los sacerdotes contra su incipiente comunidad religiosa. Esos retrógrados levitas fueron tenaces para inventar obstáculos.
Marcada por la estrella de Dios, se hundió en las montañas para transformarse en puntal milagroso de los indígenas. A esos racimos humanos de la selva, los impregnó de la fe de Cristo. Fue medicina espiritual para ese pobre reducto, ignorado por la sociedad que lo rebajaba a la condición de bestias, carentes de alma.
Es difícil columbrar la dimensión de esta santa que sacó avante la Congregación Misionera de María Inmaculada y de Santa Catalina de Siena, hoy conocida como Las Lauritas, contra la decisión obstinada de la misma iglesia y sus ministros, que la minimizaban con epítetos despreciativos. Esos bárbaros pretendían descalificarla diciéndole que era maestra de liberales. También los terratenientes gamonales la miraban como un serio peligro para el goce tranquilo de sus riquezas. El Obispo Builes hizo esta inaudita afirmación: "Estos colegios de malas ideas, hay que destruirlos. No se concibe cómo padres conservadores le confían a usted sus hijas". Ser liberal para este ministro de la Iglesia Católica, era un pecado mortal.
Laura Montoya fundó, contra la voluntad de los poderosos, una comunidad de monjas que hoy educa a pobres en casi todos los continentes. La humilde semilla que sembró en Dabeiba, es ahora un árbol frondoso que resiste tempestades. Las fuerzas del mal nunca prevalecerán contra ella.
Este es un elemental retablo de una mujer macerada por los infortunios, en su momento rechazada por la iglesia, vetada por los latifundistas, menospreciada por otras comunidades que educan a los hijos de los ricos. Contra esa marea hostil, sirvió a Dios. Por eso llegó a los altares.
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