César Montoya


La deshonestidad de quienes ejercen cargos públicos es una endemia universal. Parece que pocos países están vacunados contra esta peste que carcome la administración pública. La juventud padece la enfermedad del enriquecimiento súbito. Con voracidad de trogloditas quieren ser unos Cresos antes de los treinta años, víctimas de la ostentación. Exhibir vehículos suntuosos con equipos de sonidos aturdidores, medallones de oro que penden de sus cuellos, ropa estrafalaria y un lenguaje vociferado en jeroglíficos verbales, son los atuendos de una muchachada precoz, dominada por la cultura del dinero rápido.
Robarle al Estado no es delito, sino un comportamiento audaz digno de aplauso. Esa es la mentalidad degenerada que sufrimos en esta época de devaluación moral. Es admirado el narcotraficante que por el sendero del crimen surge como un Dares el hombre más rico de Troya según lo relata Homero en la Ilíada, se aplaude al empleado que ingresa al servicio público en calamitosa pobreza y se retira con un gigantesco patrimonio que esconde en izquierdosos testaferros, se exaltan como proezas las "mordidas" porque a nadie le duelen esos zarpazos contra la nación. Este es un drama real de una sociedad permisiva y corrupta.
Las comprobaciones son aterradoras. El 12 de marzo de este año, El Tiempo publicó el resultado de una encuesta realizada por la Universidad Externado de Colombia. Las "mordidas" llegan al 14,8% de todo contrato. Dijo un paciente: "Si no pago sobornos pierdo negocios". Desalienta esta afirmación: …"se encuentran casos donde el pago excede la mitad del contrato".
Se ha desbordado cínicamente el abuso de los dineros oficiales. Colombia está escalonada entre los países más cancerosos por los asaltos al tesoro público, en sumas astronómicas. ¡Qué sería de esta patria sin el desangre de la corrupción y la guerrilla! Si hemos progresado en medio de una revolución y de los uñazos de los bandidos al tesoro nacional, cómo seríamos sin esos desagües que anclan la historia en un pasado vergonzoso.
El caso, por ejemplo, de Agro Ingreso Seguro es ignominioso. Los caudales del Estado fueron a parar a los bolsillos codiciosos de castas sociales y políticas del litoral Caribe, Caldas y Risaralda. No entendemos cómo la justicia coloca contra el paredón a los funcionarios públicos y a uno o dos ricachos, si todos los que con mentiras maquillaron contabilidades, perpetraron delitos sancionables. Conforman el otro extremo de un ilícito bifronte.
Son palpables los desafueros penales. Mientras los pingüinos recibían subsidios que no tenían que revertir por sumas gigantescas, a los aldeanos, tratados como mentecatos, les entregaban migajas miserables. 7.108 pesos a un agricultor de Pereira, $ 4.324 a uno de Marinilla, $ 4.064 a otro de Carmen de Viboral, $ 593 a un campesino de La Ceja, y un cheque por 92 pesos con 80 centavos a un labriego de Rionegro. ¡Qué canalla fue ese Agro Ingreso Seguro que coronaba de billetes a los opulentos y entregaba harinas a los pobres! El Ministerio de Agricultura en la época del párvulo Arias, con largueza manirrota, benefició también con subsidios a los floricultores y bananeros con el torcido propósito de comprometerlos para su biche campaña presidencial. Tiene razón el procurador Ordóñez cuando afirma que "la corrupción está a punto de convertir a Colombia en una nación inviable".
En Antioquia hizo carrera la sigla MTC (miguelito también come). Es desvergonzado el corto mensaje. Las risas que produce esa boutade, delatan un obsceno pasaporte a la desfachatez criminal que ensalza los robos al Estado. Esa es una descarada bendición para los pícaros de cuello blanco.
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