Óscar Dominguez


De los millone$ que dejó Madonna en Medellín no hay un peso de este servidor de tintos. Me quedé en mi parche bogotano oyendo a mi Madonna: el Inquieto Anacobero Daniel Teodoro Santos Betancourt. Al Jefe le gasté todo el tiempo la noche de su último recital en Colombia.
Con mi primo el Negro Humberto Villegas cantábamos sus guarachas. Como no habíamos llegado al amor dejamos los boleros para después. Canciones como el Tíbitiri Tábara, Bigote e’ gato y El bobo de la yuca, figuraban en nuestro repertorio de chinches hechos para la pernicia creativa.
Pensábamos: si Charles Figueroa, Tito Cortés y Tony del Mar lo imitan, ¿por qué nosotros no? Y solos, o en dueto, competíamos en desafinar con sus melodías: bajo la ducha, en la calle, donde nos agarrara la alegría. Con su música y la de la Sonora Matancera era imposible -es- ser infelices.
Mi primo Humberto lo hacía mejor. Yo quedaba de segundo cuando apostábamos a ver quién lo hacía mejor (?¡). Fue mi primera derrota. Entendí entonces que la vida también sonríe a los derrotados.
El acuariano (febrero 5-1916) era nuestro ídolo así no supiéramos nada de su leyenda. Éramos sensatos y no leíamos el periódico. La televisión no había llegado a la cuadra. La radio era a la vez radio y televisión.
No sabíamos -ni nos importaba- que Daniel Teodoro se metía sus cachitos de maracachafa, que amaba mil mujeres a la vez, que en Guayaquil -el barrio rojo de Medellín- lo idolatraban. Lo decían los mayorcitos de la barra que decían la grande, escupían en el suelo y sabían quién era el Niño Dios, secreto que nos escondían a los más giles.
Tampoco imaginábamos que Santos haría todo lo posible para que el Nobel García Márquez escribiera su vida. Gabo hizo algo mejor: contó en su autobiografía inconclusa que era fanático de Santos y que cantó muchos de sus boleros cuando fue serenatero en sus mocedades barranquilleras.
Cuenta don Gabriel que mucha gente, en voz baja, admiraba al boricua. Nada de proclamarlo en voz alta como lo hacemos muchos, incluido el cronista mayor Alberto Salcedo Ramos, quien nos recordó que hace poco se cumplieron veinte años de su muerte.
En su último concierto en el coliseo cubierto El Campín lo acompañamos cuando arrancó con La Despedida. Lo mismo hicieron varios soldados de mi patria colombiana, sentados en gallinero, cachito en alto. Esa noche lo sucedió en el escenario Doña Celia Cruz, pero nuestro objetivo era el matancerómano mayor. Perdón, guarachera, por no haberte parado bolas.
Con el fotógrafo Gota Menéndez, de Colprensa, le montamos la perseguidora hasta el derruido camerino donde se metió su enésimo Lucky Strike sin filtro, le dijo no a una admiradora joven, se dejó mimar por un enfermero que lo perseguía con el tanque de oxígeno, y acabó de beberse su whisky sobre las rocas pero sin hielo, o sea, seco.
Lo recuerdo caminando lento, solitario, hacia el vehículo que lo llevaría de regreso a su hotel de todas las estrellas.
Como finalmente la Virgen nunca se me apareció me mandó al Anacobero (=diablillo). Me declaro indemnizado. (Foto del encuentro en mi blog www.oscardominguezgiraldo.com).
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