César Montoya


Constanza Duque, gran alcaldesa. Tienes cualidades eximias. Mujer cordial, de trato cariñoso, franca y abierta, favorecida por múltiples carismas, ambiciosa con acariciadas lejanías, de temple austero, poseída de obsesiones incambiables, terca en las programaciones cívicas, frentera, con impenetrable armadura de combatiente. Llegaste a Salamina para quedarte. Habías emigrado en busca de rentables confines, con la mira de retornar a tu casa solariega no como un gravamen social, sino realizada y con voluntad gerencial. Así lo hiciste.
Salamina, Constanza, dolorosamente ha venido en acelerado retroceso. Es muy probable que la clase dirigente de sus últimos 30 años no haya tenido dimensión de grandeza y bajo su responsabilidad el municipio descendiera en su significación legendaria. Desaparecieron los personajes que la simbolizaban. Hernando Duque Maya, Luis Eduardo Sierra, Cosme Marulanda, Evelio Echeverri Isaza, Néstor Botero de la Calle, Silverio Alzate, Luis Emilio Duque, Arcadio Naranjo, Alicia Echeverri, Hernando Alzate López, Germán Mejía Duque, Jairo Salazar Álvarez, Daniel Echeverri, Rafael Marulanda Villegas, Antonio José Ocampo, Guillermo Duque Botero, nombres de mucha alcurnia en los fastos de la ciudad.
Sus colegios, entonces, formaban una juventud ambiciosa, que respiraba aire de subjetividades incitantes. Eran famosos sus centros literarios, sus explosivas semanas cívicas, sus oradores en agraz, sus escritores de pluma iluminada, sus pintores, sus reinados de belleza, sus juegos florales. El Club Chambery era el epicentro de un pinchado elitismo, par de los más exigentes paraninfos sociales del país. Se promocionaban los periódicos, había exaltación para sus poetas, se abrían los balcones para escuchar a sus núbiles tribunos. Salamina era una academia de la inteligencia. Otros pueblos podían campanear por sus vacadas, o competir en la producción de café, o extasiarse en la contemplación de sus cañaduzales fértiles. Salamina, no. Su reino era el del espíritu. Suyo era un aire metafísico, una temperatura tibia propicia a las molicies estéticas, con predicadores verbosos, con tenso clima para las polémicas, con nichos de oro para la mujer.
Así conocimos a Salamina y con el correr de los almanaques nos convertimos en músculo elástico de su cuerpo social y en tea expansiva de su cerebro privilegiado.
Cómo no querer a la ciudad que nos dio alas, que nos hizo un traspaso de su Espíritu Santo, que fue cuna de sueños e intimidad alegre de nacencias. Fuimos acicateados por su tradición de relámpagos, llena de cumbres de nieve pensante, fontana de juventudes estremecidas por futuros de gloria, tierra balsámica aromada de manzanas, musicalizada por el río Chambery que amarra su cintura, con un cielo de galaxias plateadas y largas noches para las bohemias dialogantes.
Este, Constanza, es el Salamina que adoro.
Alcaldesa insigne, te ha llegado el turno del rescate. Por fortuna, nada te queda grande. En tu frente esplende la estrella de David. La pereza que ahora cunde, podrá ser indiferente a tus esfuerzos. Las bellotas, para muchos, tendrán prelación en sus demandas y los apetitos insatisfechos abrirán sus fauces vengativas. Por tu obstinada perseverancia, del vencido cuerpo social desmenuzado entre cenizas, revivirán los tizones que se convertirán en llamaradas de una raza de argonautas, capaz de recorrer otra vez los senderos de las estrellas.
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