Óscar Dominguez


No me aguanté las ganas de recordar de nuevo mi encuentro hace 30 años con el Nobel García Márquez en las Europas.
Lo malo de encontrarse uno con figuras como Gabito, como le dice su entorno, es que ellas no se encuentran con uno. Si le preguntan al aracataquense si conoce a este garrapateador de cuartillas diría: "Jamás he visto a semejante lagarto".
En Madrid, donde lo vi por primera vez en esta encarnación, descubrí que tenía algo en común con el Nobel: el fabulista tenía los ojos en la trastienda, fruto del jet lag y de un prolongado viaje desde México. Yo también los tenía empiyamados después de volar Bogotá-Madrid, en gallinero, arriando first class en un avión lechero de Avianca que finalmente descargó su mercancía humana en París y Estocolmo.
Creí que esa coincidencia sería útil para mejorar mis habilidades de "palabrotraficante", como dice un colega. Falso.
Nos "volvimos" a encontrar en Estocolmo. Mientras firmaba autógrafos le tomé fotos con una cámara del paleolítico que después de esa faena se negó a retratar más. Una de las vistas se puede ver en mi blog.
En la gráfica aparece don Gabriel con el maestro Escalona y con dos paisas montaraces: Nacho Martínez, de Santa Rosa de Osos, quien terminó haciendo de intérprete del Nobel y bailando con La Gaba, su esposa, y el coronel ® Nolasco Espinal, de San Pedro, acusado de ser espía de la CIA.
Nacho quería hacer relaciones públicas entre los rostros de madera de la Academia para que le otorgaran el segundo Nobel para Colombia con un libro sobre Monseñor Miguel Ángel Builes... que nunca escribió.
El coronel Nolasco todo lo que quería era posar al lado de Gabo y no morir después.
Defendí al coronel del cargo de espía pues compartimos habitación en el Amaranteen Hotel. Lo único insólito que le vi era que todas las noches dejaba lista su maleta por si estallaba la tercera guerra mundial y salir corriendo sin tropiezos.
Nobel aparte, lo que más impresionó de la entrega del premio fue la nieve, el metro y unas bailarinas de estriptís del cabaret Le chat noir, tan bellas e inverosímiles que sería inelegante pedirles un beso, o un desdén. Más obsceno habría sido pedirles "aquellito".
Los de Macondo regresamos sin bajar bandera, sexualmente hablando. Las deshinibidas suecas nos ignoraron. No se nos tiraron en plancha. Yo estaba preparado para una violación. Regresamos a casa sin internacionalizar la libido.
También conocí en Estocolmo el frío reencarnado en copitos de algodón. Le dicen nieve. Valió la pena vivir solo por conocerla. "Hola, nieve, fulano de tal, un amigo más", me le presenté, a la usanza antigua.
Pero cuando conocí el metro me olvidé por completo de García Márquez. Bueno, no del todo porque tenía que justificar los viáticos. Espero que esta columna no la vayan a leer en Estocolmo, porque se enterarían de la tremenda colombianada (avivatada) que hice.
Ayudado por mi traductor y cómplice bogotano, tomé en calidad de préstamo un sofisticado equipo de comunicaciones con el que transmití para Radio Súper la ceremonia de entrega del Nobel desde mi habitación. Después lo devolví: "No me sirvió", les hice saber a los vikingos. Quedaron perplejos como un queso pornográfico.
Ni para qué contar que transmití en directo el que presenté como un nuevo cuento de Gabo, dizque escrito para la ocasión (¡): "El ahogado más bello del mundo". Brutico que es uno. Mejor, ¿por qué no te callas, Domínguez?
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