Jorge Raad


De un recóndito lugar de la biblioteca del Maestro Félix Henao Toro, aún en organización, emergió por encanto, un librito de Máximas de Moral Médica, compiladas en 1847 por el médico español José de Arce y Luque, quien tradujo algunas de Hipócrates contenidas en Aforismos y Pronósticos; de otros autores y algunas de ellas adaptadas a la época.
El encuentro de este pequeño libro que debió llegar al Maestro alrededor de 1931, indica el reflejo de lo que fue su vida. Nada más natural que estas máximas, que seguramente ya había conocido y empezado a practicar el benemérito y sabio médico, hicieran parte de su acervo bibliográfico. Algunas de esas máximas se transcriben: "La profesión que más impone a los que la ejercen la observancia de una moral severa, es sin duda alguna la de médico; solo el que sea eminentemente moral podrá merecer este nombre en la verdadera acepción de la palabra".
Muchas virtudes necesita el que haya de desempeñar dignamente las funciones de médico: abnegación de sí mismo; dedicarse para siempre a la humanidad doliente; no distraerse con ninguna ocupación ajena de su arte; soportar las injusticias, caprichos e ingratitud de los hombres; sacrificar no solo su reposo, interés personal y comodidades, sino también su salud y vida, especialmente en tiempos de epidemias; poseer un valor constante y una paciencia ilimitada; tales son en resumen los deberes de su noble y sublime ministerio, digno seguramente del respeto de los hombres y de la admiración de los sabios.
Después de la ingratitud, uno de los más grandes escollos que el médico encuentra en la práctica de su arte, es el escepticismo de aquellos mismos que imploran sus beneficios.
Conviene que el médico se esfuerce en adquirir la confianza de sus enfermos. Sin ella inutilizaría todas sus cualidades, conocimientos y cuidados, y con su auxilio obtendrá a veces curaciones tan maravillosas que no alcanzarían otros más hábiles careciendo de este requisito.
Bueno y afectuoso para todos, no hará de su lenguaje un estudio en obsequio del oro y de las riquezas. En la choza del pobre y en el palacio del rico el médico deberá expresarse con la misma afabilidad y dulzura.
El médico que más cura, dice Cabanis, -Jean Louis- es aquel que posee el arte de manejar y dirigir a su antojo el corazón humano, reanimando la esperanza y restableciendo la calma de una imaginación perturbada.
Conociendo la oscuridad y dificultades de su arte deberá ser siempre indulgente con sus profesores, no censurando ni desacreditando su conducta médica, pues el que así procede, envilece aquel y se envilece a sí mismo.
Saber escuchar con bondad al que sufre, siempre un poco prolijo en referir los accidentes que experimenta, es en parte aliviarlos.
Después que el médico ha agotado en vano todos los recursos de su arte para combatir la enfermedad, le restan todavía deberes que llenar. Cuando un enfermo se encuentra en estas condiciones, por grave que sea su estado, por inevitable y próxima que esté la muerte, el médico no debe jamás abandonarle.
¡Desgraciado el que en su práctica no ha experimentado alguna vez aquella solemne duda que nace a un mismo tiempo de la incertidumbre de la ciencia y del respeto de la vida humana!
El principio que le ordena no ver jamás en el hombre que sufre sino un enfermo a quien debe aliviar, le impone también la obligación de corresponder con toda especie de sacrificios a la confianza que en él se deposita…
El único disimulo compatible hoy con el estado de la ciencia y que la dignidad del arte puede tolerar, es el que en rigor impone al médico una sincera piedad por los sufrimientos y ciegas exigencias de los hombres.
Las palabras dulces y afectuosas del médico sostendrán la esperanza en el corazón angustiado del pobre paciente, y encenderán tal vez en algunos casos la llama de la vida que estaba próxima a extinguirse.
La práctica es para el médico una continua educación, que debe conducir su inteligencia al más alto desarrollo de que es susceptible.
Es mucho pedir. O, ¿habrán sido otros tiempos?, ¿o todo es controversial?
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