Jorge Alberto Gutierrez


La planificación urbana está en el mismo rango que el ejercicio de la profecía, porque consiste en ver por anticipado la realidad futura de la ciudad que habrá de construirse, ver lo que aún no existe donde todavía no está es su objetivo. Su razón de ser, en el mejor de los casos es como "la clarividencia de la poesía" a la que se refiere con frecuencia García Márquez para demostrar la veracidad de sus premoniciones.
Hay un sector de la ciudad en la vecindad del Centro Comercial Sancancio apodado, aún antes de que se iniciara la construcción del último de sus edificios, con el sobrenombre de Manhattan, injusto con la gran manzana, claro está, pero elocuente en la mordacidad de su caricatura, ya que retrata la "subnormalidad" urbana estrato seis, que también la hay, reflejada en la precariedad de la luz solar, la humedad, el "hacinamiento", la inexistente arborización, en otras palabras las mezquinas condiciones de habitabilidad; lo más preocupante es que cumple en todo con la normativa vigente propuesta por la Administración Municipal, aprobada por el Honorable Concejo Municipal y demás instancias que se deben recorrer antes de que sea posible hincar la primera piedra.
Cuando se visualiza un Plan de Ordenamiento Territorial y se diseñan las normas que habrán de implementarlo, las encargadas de llevarlo a la realidad, se está prefigurando la ciudad del futuro. Tomemos como ejemplo la norma que exige que sobre las vías arterias de la ciudad no se pueden construir edificios menores de cinco pisos; ahora imaginemos toda la Avenida Santander con edificios de la altura exigida, una muralla compuesta por un sin número de construcciones en lotes de poco frente, con vehículos aparcados en incómodos garajes porque las medidas prediales no son suficientes para albergarlos con holgura, arrojando sin piedad carros a la calzada durante todo el recorrido, e interfiriendo la fluidez vehicular propia de una vía de alto tráfico. Es más, el paisaje, aquella cualidad que nos hace distintos y competitivos, ausente, "¿por siempre?", de los recorridos de la gente.
Manizales está inmersa en un paisaje de sobrecogedora belleza, una ciudad atípica que exige respuestas atípicas para que las condiciones ambientales y el confort sean el leitmotiv de su fisonomía urbana. La planeación entonces debe partir de un diálogo sistemático y coherente con las condiciones de su entorno, de lo contrario estaríamos echando por la borda el rico patrimonio que nos tocó en suerte, como en aquella escena de los denarios descrita en el nuevo testamento, donde el protagonista bíblico fue condenado al fuego eterno, porque dilapidó, o se negó a "explotar",o no supo entender el enorme patrimonio que le había sido encomendado por su padre.
Trasplantar mecánicamente regulaciones o imágenes foráneas no es del caso, tenemos la oportunidad, quizás como única alternativa, de crear nuestras propias reglas en armonía con la naturaleza y la cultura que hemos decantado con el tiempo.
Cuando se diseñaron las Piezas Intermedias de Planificación, PIP, una mirada civilizada, moderna y audaz del desarrollo, que entendía a Manizales a partir de sus ventajas comparativas, que buscaba corregir muchos de los males urbanos que venimos arrastrando como un lastre, todos los que se sintieron afectados, los que se morbosiaron con el rumor y lo expandieron, y los que se aferran a las viejas "costumbres" incapaces de ver más allá de sus propias narices, armaron un zaperoco de inmensas proporciones que ha estado a punto de condenar, "sin el debido proceso", a la ciudad a mantener los viejos vicios y la mirada parroquial que nos puede llevar al ostracismo y la soledad.
Sin embargo y a pesar de lo dicho, se cometió a mi juicio, un lapsus de enormes proporciones con la norma que permite la construcción de los edificios que se están edificando a la altura del sector de Laureles en la Avenida del Río. Parecen más una caricatura primitivista del desarrollo que una solución urbana acorde a las necesidades ambientales y paisajísticas de la ciudad, un monumento al utilitarismo que riñe con cualquier postulado económico que indica que una mala ciudad no le conviene a nadie; hoy se pueden jactar los constructores de sus jugosas ganancias, pero en un futuro no remoto cuando las condiciones ambientales se tornen adversas como en "Manhattan", o como está a punto de suceder en La Florida y otros sectores urbanos, con la devaluación del sector y sus inmuebles se cobrará por derechas el atropello del que han sido víctimas la ciudad y sus habitantes, quienes seremos en últimas los que paguen por semejante despilfarro.
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