Camilo Vallejo


Todos conocimos a ese niño que se despertó temprano un 25 de diciembre. Abrió los ojos, pero solo hasta limpiarse las babas que aún escurrían por su mejilla supo que esa noche se había dormido antes de tiempo y otra vez se había quedado sin ver al Niño Dios. Ningún año lo lograba. Aún así, sabía que todavía tenía la opción de salir a buscar los regalos; él siempre cumplía con dejarlos.
Se levantó rápido del catre que compartía con su mamá y su hermana, pero lo hizo con la suavidad precisa para no despertarlas. Corrió la cortina raída que separaba el dormitorio de la sala, que también era la cocina, pero no vio regalos. Al pie de la silla donde el año anterior el Niño Dios había puesto el balón de plástico, no había nada. Tal vez los había dejado en el cuarto, pensó. Entonces regresó, miró debajo de la cama, pero tampoco. Cuando alzó la cabeza, su mamá, ya despierta y medio sentada, lo miraba de pena.
– ¿Mamá, dónde están los juguetes? - dijo el niño mientras no podía contener que la boca se le arrugara -El Niño no los trajo-, añadió. Su mamá armó explicaciones posibles, pero todas las sabía irreales: que quizás el Niño no había leído su carta de regalos, o que quizás no los había traído por haberse portado mal durante el año. Al final no tuvo otra salida que decirle: -Mi amor, no te sientas triste. A tu lado me tienes. Esperaremos juntos, rezaremos al cielo, hasta el año que viene-.
Algunos también hemos sabido de otra niña que nunca pudo creer que el Niño Dios era el Niño Dios. Desde siempre vio que los regalos llegaban en las cajas que traían unas camionetas cada año y eran entregados en la parroquia o en el salón comunal por unos señores muy bien vestidos y unas señoras perfumadas; generalmente conocidos del cura o de algún líder de la comuna. Nada de trineos, ni de hombres gordos de barbas blancas, ni de niños adorados.
Para ella el Niño Dios eran los papás, los papás de lo niños ricos de la ciudad. Un Niño Dios que regalaba lo que le sobraba o lo que recogía. Así que la oportunidad para ella no era pedir lo que quería sino recibir lo que le tocaba en suerte, así fuera la misma muñeca del año anterior.
Otros habrán conocido historias de Navidad un tanto diferentes, hasta sin niños, pero igual de lejanas a la plenitud. La del que celebra solitario en el exilio, armado en el monte, secuestrado en algún escondite o postrado en el hospital. La de los que un día encontraron que el dolor hace que la Navidad nunca más sea igual. O simplemente la de ese ausente por el que se brinda y que siempre el año que viene se espera que esté presente.
Estas historias no son para recordar (otra vez) esas navidades malditas. En el fondo ya sabemos que están ahí, es solo que preferimos no hablar de ellas por no romper ese molde navideño en el que únicamente caben la felicidad, la paz, la prosperidad, así como el "bullicio", las "luces y los colores" que ya Gabriel Romero maldecía. El acto de traer estas historias apunta más a reflexionar sobre las razones por las que hoy celebramos la Navidad, al menos los que hasta hoy creemos hacerlo a plenitud.
Pueden vivirse dos navidades. Una que es un descanso y una terapia, que sirve para retomar la realidad que nos aburre y nos agobia, y otra Navidad que en cambio es crítica de esa realidad, es decir que se vive para reflexionar y buscar cambios. La primera es para dispersarnos, así estemos juntos, y la segunda es para re-unirnos. La primera es una excusa para hacer excepciones y la segunda es para enfocarnos. La primera se adorna con figuras por repetición y la segunda se adorna con símbolos de transformación.
Tal vez lo que cuentan estas historias es que hay que volver sobre la Navidad más original, la crítica y la del cambio, en la que proponemos formas para reinventarnos: para volver a empezar, para perdonar, para levantarnos, para hacer lo pendiente, para recordar que mantenernos unidos es un presupuesto para los milagros. De esa forma, quizás mañana cuando el Niño Dios ya haya llegado, el mundo se vea tan diferente como el pesebre. Que aquel niño encuentre sus regalos, que esa niña pueda creer en el Niño Dios y que los demás puedan reconciliarse hasta con la Navidad más maldita, no por haberla gozado sino por haber renacido con ella.
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