Óscar Dominguez


La fauna mundial se enriqueció con un nuevo espécimen: los llamados lujoréxicos, esos bichos raros que van por la vida dándose lujos estrafalarios y costosos. Respirándole en la nuca a los anteriores, vegetan los famosos que también forman una tribu aparte.
El jet set de la aldea global produce esta tribu de esclavos del esplendor absoluto que tienen la excentricidad y la vanidad por cárcel. Las plantas de sus manos decoran salones y calles de la fama. Se dan gusto, compran, y, si les queda tiempo, existen. Vivir para darse gusto es el credo de los lujoréxicos.
Algunos íconos: La cantante Madonna exige para sus conciertos que le construyan sanitarios portátiles para ella solita. Nada de compartir sus rockeros glúteos con nadie.
Victoria Beckham, la mujer de David, el astro inglés en el ocaso de sus goles, solía visitar un barrio madrileño para comprar sus papas fritas preferidas, muy populares en Londres.
Su esposo David no se queda atrás: mensualmente compra mil libras en ropa interior de la marca Calvin Klein. Sus calzoncillos, pues, solo tienen una oportunidad sobre la intimidad del metrosexual jugador.
Buenos para nada, los "lujoréxicos" tienen a su servicio gente que haga las cosas por ellos. Para las vedetes, tener un ejército de guardaespaldas que espían hasta sus mínimas cabriolas eróticas, es signo de señorío.
El príncipe Carlos de Inglaterra tiene entre su séquito a un flemático súbdito encargado de la extenuante tarea de ponerle crema dental a su real cepillo.Jennifer López no cae en brazos de Morfeo si la habitación no está toda de blanco hasta los pies vestida. Que no falte una iluminación especial que no vaya a incomodar sus hermosas y repetidas pupilas.
Vamos cómo se desenvuelven los famosos, parientes cercanos de la lujoréxicos.
Ambos detestan que los persigan los paparazizi. Detestan más que no los sigan.
Antes de salir a la pasarela, ante el espejo, se dan besitos de felicitación por existir y ser tan bellos o inteligentes.
Coleccionistas de cirugías plásticas, sonríen, aunque no en exceso, para evitar que se les noten o se les descosan los puntos de la operación.
Hacen toda clase de esguinces para que la humanidad se entere de la última joya comprada en el Wall Street de su excentricidad. Se dan trazas para que el Mont Blanc con el que firman la cuenta o destituyen algún mayordomo infidente, esté visible.
Desde el Everest de su ego, les importa un comino lo que pasa por fuera de su whisky.
Muchas bellas dejan ver que parte de sus honorarios ganados en la pasarela se los gastan en silicona. Sus pectorales se asemejan a esas hojas de vidas infladas adrede para impresionar jefes de personal inexpertos.
Si descubren que el fotógrafo va a disparar el flash se las ingenian para presentar el mejor ángulo. Mirar a la cámara es signo inevitable de que se domina la escena.
Casi mueren de infarto si el camarógrafo los ignora. Los famosos sonríen, siempre sonríen. Es la forma contundente de notificarle a su prójimo que nacieron predestinados para el éxito total.
Si no aparecen en las páginas de carne y hueso de periódicos y revistas se buscan en la web. Del ahogado el sombrero cibernético.
Sostienen el vaso con cierto descuidado glamour, como quien no quiere la cosa. Eso sí, que se vea la estudiada elegancia al apurar el exquisito licor hecho con agua pura de las montañas escocesas.
Tanto lujoréxicos como famosos quisieran no dormir para mantener siempre vivo su protagonismo.
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