José Jaramillo


Un fenómeno se presenta en los tiempos que corren, relacionado con la longevidad de la gente, que tiende a aumentar. La explicación tiene matices, como los avances de la medicina, especialmente en la tecnología para el diagnóstico y la eficiencia de las cirugías; las indicaciones que se siguen con la alimentación sana; el ejercicio físico moderado; la ocupación del tiempo en actividades intelectuales, que eviten la mortandad de las neuronas; la eliminación de preocupaciones, delegando en otros las actividades de responsabilidad, como la administración de negocios y bienes; el cuidado para evitar accidentes, incluidos los domésticos, que son muy frecuentes y casi siempre atribuibles a descuidos; y la dejación de vicios como el tabaco. El traguito moderado no solo es agradable, sino saludable, para que no se alebresten con este comentario las señoras y algunos médicos, que quieren aumentarle la vida a la gente quitándole lo que le gusta. Es decir, haciéndola vivir más, pero maluco.
En el sistema asegurador existe un medidor para calcular las tasas en los seguros de vida, que se llama "expectativa de vida", que tiene que ver con lo que se presume que una persona va a durar, con base en las estadísticas de la edad promedio de quienes han muerto, durante un período determinado. Por el aumento de la expectativa de vida, la tendencia actual es que los candidatos a tomar pólizas se aceptan hasta edades avanzadas, más allá de los sesenta años; y las primas son más bajas; también porque hay más cultura de los seguros y el volumen de pólizas favorece los costos.
La idea de que aumente la longevidad tiene sentido cuando se vive con calidad. Nada se gana un viejo con que cada año, en el cumpleaños, se reúna la parentela, sin que falte nadie, porque hijos, nietos y sobrinos argumentan: "este puede ser el último". En esos eventos se toman las fotos y los tragos, se consumen los pasabocas y después cada quien coge su camino, pensando en el próximo año, mientras que el viejo se acuesta a lo mismo: a toser y a desvelarse, o a luchar con los calambres, después de tomarse la runfla de pastas y cucharadas que tiene en la mesa de noche.
El argumento de la experiencia y la sabiduría se devalúa cada día más, en la medida que los jóvenes se envanecen con la tecnología y ésta deja a los viejos rezagados. Es decir, que los conocimientos de los muchachos son virtuales y los de los mayores manuales, que es como pretender hacer ruedas con piedras labradas, como en la lejana antigüedad, habiendo caucho, rines y neumáticos. Además, hasta los niños ven con cierta compasión lo que los abuelos hacen y dicen, porque encuentran soluciones más rápidas y prácticas en Google o en Facebook. Mientras el viejo se acuerda, ellos ya van lejos.
Lo preocupante de que la gente dure mucho y de que las parejas tengan menos hijos, o no les quede tiempo de tenerlos, es que en el futuro -"…y el día esté lejano"-, en los parques no se verán niños jugando, riendo y gritando, sino viejitos cabeceando y chorreando babas.
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