Cristóbal Trujillo Ramírez


Es muy usual por estos días leer toda clase de publicaciones, escuchar cantidad de declaraciones e informes relacionados con los mejores resultados obtenidos por los estudiantes y las instituciones educativas en sus desempeños en las pruebas Saber, con base en ellos se establecen clasificaciones, se premian los mejores y, por supuesto, se abre el debate público acerca de la calidad de la educación.
Es inevitable la comparación entre la educación oficial y la privada, ejercicio del cual sale mal librada la oficial, toda vez que los comparativos estadísticos le son notoriamente desfavorables. No deseo entrar en este debate, porque estoy convencido de que existen instituciones educativas privadas con sensibles deficiencias en la calidad del servicio que ofrecen e igual, notamos la presencia de instituciones oficiales con mucha solidez y efectividad en el propósito de garantizar el derecho a la educación; por lo tanto, no creo conveniente promediar las instituciones para extraer este tipo de conclusiones que no son objetivas y que pueden llevarnos a equivocadas interpretaciones. En tal sentido, considero que los análisis deben ser institucionales y que se debe hacer un acompañamiento oficial por parte de las autoridades educativas de los desempeños de los colegios, elaborar con ellos planes de mejoramiento, garantizar la asistencia a cada uno de sus procesos misionales y, con estos elementos, consolidar diagnósticos objetivos que den cuenta del estado de la calidad de la educación.
Este no es precisamente el propósito principal de la reflexión que ahora me ocupa. Sobre calidad de la educación se ha explorado demasiado y hemos encontrado un sinnúmero de factores asociados: la calidad de los maestros, el acompañamiento de sus padres, los ambientes físicos de aprendizaje, los modelos pedagógicos, el número de estudiantes por curso, los tiempos de escolaridad y seguramente, muchos otros elementos han aparecido de investigaciones y de juiciosas reflexiones, que además verdaderamente impactan cual más cual menos, el desarrollo de los procesos cognoscitivos de los estudiantes.
De esos factores se han gestado políticas de gobierno para tratar de intervenir el fenómeno; Bogotá, por ejemplo, ha destinado una cuantiosa suma de su presupuesto para invertir en la cualificación de sus maestros; Medellín asignó recursos significativos para subsidiar cursos de preparación de los estudiantes para las pruebas; el Ministerio, en alianza con Asocajas patrocina el programa de la jornada escolar complementaria, en procura de mejorar los tiempos de escolaridad de los niños y jóvenes; en fin, son muchos los programas que desde el Ministerio de Educación, las secretarías territoriales de Educación y desde diversas organizaciones privadas de fomento a la educación, se ejecutan en pos de mejorar la calidad de la educación, válidos esfuerzos que seguramente algún impacto han tenido en dicho propósito.
Permítanme compartir con ustedes un aspecto, que si bien se ha mencionado dentro de la larga lista de factores, considero no se ha intervenido con la intensidad y la urgencia que amerita, es el "aspecto nutricional". Yo, que con frecuencia y pasión me ocupo de estos temas, no había alcanzado a precisar su trascendencia, solo hasta estos días que tuve la oportunidad de observar el video: "Dale cinco minutos a Colombia", (editado por una fundación de reconocido prestigio y en cumplimiento de una noble misión), en él se revelan datos contundentes relacionados con las consecuencias de las condiciones de nutrición de los niños, veamos:
El desarrollo del cerebro en los primeros 1.000 días de vida define el equipaje que el ser humano portará durante el resto de su existencia.
El 35% de los niños en Colombia nace por debajo del peso esperado, es decir, en condiciones de desnutrición.
Uno de cada ocho niños en Colombia presenta importantes niveles de desnutrición.
Uno de cada cuatro niños presenta cuadros relacionados con la anemia (insuficiencia sanguínea asociada a la mala nutrición).
Solo el 42,8% de los niños en Colombia tiene la oportunidad de consumir por lo menos tres comidas diarias.
De ahí que me surjan tantas inquietudes, las que ahora hago públicas para que sirvan de tema cuando de evaluar la calidad de la educación oficial se trate:
¿No será este el principal factor para intervenir antes de cualquier otro de los en tantas ocasiones referenciados?
Comparar el rendimiento académico del niño del sector privado con el del oficial, ¿no resulta un despropósito frente al diagnóstico nutricional?
Al ser estas condiciones normales del estudiante del sector oficial, ¿es procedente clasificar las instituciones sin importar su naturaleza?
Debemos preguntarnos entonces, ¿por la calidad de la educación o por la calidad de vida?
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