César Montoya


No siempre ha sido fácil la política en el Gran Caldas. Aquí también se padeció una violencia atroz.
En el Quindío fue asesinado Óscar Tobón Botero, joven abogado, muerto cuando lo musicalizaba el río de la vida. Era, en su momento, la más sólida esperanza del conservatismo caldense. Pereció en Calarcá, en cruel emboscada, Juan Gregorio Hurtado. Luis Granada Mejía sobrevivió milagrosamente de un atentado en Circasia. En Pereira fue acribillado Jaime Sanz Hurtado, bravo general de las masas azules. En Supía hirieron a Silvio Villegas después de una concentración pública. En Pensilvania sacrificaron a Darío Maya impecable ciudadano, símbolo de los ideales de su pueblo. En Manizales alevosamente fue ultimado Floro Yepes, bandera de una derecha vertical. A Néstor Bedoya lo inmolaron los malvados. Orlando Sierra fue prematuramente trasladado al océano de la eternidad por manos perversas que taladraron su corazón de capitán. No hace mucho al liberalismo le troncharon el penacho vital de Óscar González. La sangre del justo Abel ha corrido a caudales por esta geografía.
También hubo intentos de linchamientos morales. El ascenso de Gilberto Alzate Avendaño estuvo sembrado de chambas hostiles para impedirle su vertiginoso avance en el cariño popular. Tuvo que guarecerse, por mucho tiempo, en el silencio rumiador de su oficina, mirado como un azaroso peligro para los santurrones que desde los clubes sociales y las sacristías, orientaban y decidían la suerte del conservatismo. Trancaron las puertas para mantenerlo en el ostracismo. Pero como Alzate era un Zeus provocador de estruendos sísmicos, humilló las resistencias y como el caballo de Troya, hecho de maderas vírgenes, ingresó sorpresivamente a los santuarios octogenarios de la tribu y se tomó en asalto asombroso el comando de las derechas, en la histórica Convención del Escorial.
Silvio Villegas, Alzate Avendaño y Pilar Villegas fueron llevados a los estrados judiciales. Obviamente absueltos.
La vida de Ómar Yepes Alzate está sembrada de talanqueras. Por haber nacido en una vereda; por no haber sido columpiado en cunas con campanillas de oro; por no pertenecer a las prosapias vejetes; porque su progenitor tuvo un Gólgota aflictivo; porque fue espadachín e irreverente al enfrentarse a la perfumada gerentocracia acostumbrada a los mahumetanos arrodillamientos; porque a todos les migó sucesivas derrotas; porque le inventaron crímenes inexistentes; porque siempre fue aclamada su inocencia en decisiones unánimes de los altos tribunales; porque se impuso y dominó; ¡qué sé yo!, por esto y por aquello, siempre fue exhibido en una cruz de ignominia como un personaje siniestro que asustó y pulverizó las modorras de los palaciegos vencidos. Ómar Yepes está cumpliendo cincuenta años de fecunda vida política, sin haber sufrido ¡nunca! una sola derrota electoral.
Álvaro Gómez Hurtado padeció la gratuita ojeriza de sus adversarios solamente por ser hijo del Monstruo Laureano Gómez. Fue tan recia la impronta de este caudillo, a quien según Guillermo Valencia solo se podía amar u odiar, que su hijo heredó las rabias impotentes de sus enemigos. Algo similar ocurre en Caldas con Arturo Yepes. Le tratan de cobrar la relación fraterna con nuestro jefe. ¡Cuán equivocados están sus detractores! Poco lo conocen. Arturo Yepes es un orador elocuente. No un retórico como lo somos muchos. Luce sustantivo, con ideología profunda y convicciones inalterables. Además del verbo encendido, es un sembrador de verdades. Ahora ha pasado de los floridos tropos tribunicios, a la cátedra. Lo hemos escuchado en su nuevo lenguaje pedagógico, enseñando, diseminando conocimientos, metiéndose al cerebro de la gente como un apóstol de verificaciones elementales.
Llegará. Va a llegar al Congreso. Cuarenta mil conservadores de Caldas lo tenemos en un cenit de gloria. Contra la infamia, contra las calumnias, contra quienes pretenden amojonar esta tierra de martirologios injustos, Arturo Yepes habrá de imponerse por su perseverancia como predicador y por los surcos que fecunda con el manantial de su palabra.
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