Luis F. Molina


La mejor forma de saber que un gobierno está cometiendo irregularidades es por el inexplicable silencio de los disidentes. Disidir es algo que no se interpreta con bombos ni con felicitaciones. En sociedades tan cerradas quien protesta y se aleja es mal visto y la historia lo cuenta fielmente.
En algunos casos, gobiernos foráneos en son de libertad han secuestrado el pensamiento y la expresión de otras naciones. Lo más grave es que han tenido el beneplácito de medio mundo que celebra la supuesta liberación de un pueblo.
Pero los disidentes no solamente se han visto acallados con balas. Varios gobiernos como los latinoamericanos han buscado la forma posible para exterminar el pensamiento opuesto, sean por la vía de los hechos o de las ideas. Aquellos que han querido separarse por justa causa de una doctrina, creencia o conducta todos los días pagan con sus derechos las desavenencias de lo equívoco.
Uno de los casos más silenciosos ocurre en Irán, país que recibe últimamente laureles de todo tipo por su intención de negociar con occidente su producción de uranio enriquecido.
Esta semana el diario El País de Madrid dio a conocer nuevas ejecuciones de parte de la administración de Hasan Rohaní. Se trata de un poeta y un activista de una minoría árabe. La razón en las que se escudó el sistema iraní para ejecutarlos: “Ser enemigos de Dios”.
Aunque nuestra posición occidental nos persuade para poner la religión en un ángulo menos conflictivo que el fundamentalista iraní, las campañas que existen en Medio Oriente contra las personas que protestan ante la rigurosidad del sistema pueden rayar con lo absurdo. Si bien algunos casos de desobediencia religiosa pueden entenderse desde la arista dogmática, el gobierno no puede siempre excusarse en faltas al dios adorado en las escrituras sagradas y constitucionales.
Un dato interesante publicó el Centro de Documentación de los Derechos Humanos en Irán: desde que Rohaní se posesionó como presidente de esa nación hay registro de 300 ejecuciones que deben pasar inadvertidas también en “nombre de Dios”. Tan solo en 2013, 624 personas fueron ajusticiadas en Teherán por cargos como narcotráfico, aunque casi la mitad tenía relación directa con el islam, pues el gobierno de ese país no reconoce la existencia de ciudadanos antirreligiosos o no religiosos.
De otro lado, un gigante de Asia sigue cometiendo barbaries ante la oposición. “El Movimiento de los Nuevos Ciudadanos” hace parte de los damnificados por la infinita ignorancia del gobierno de la República Popular China. Sólo la semana pasada cuatro miembros de este movimiento disidente recibieron una condena carcelaria por “reunir multitudes para alterar el orden público”.
Todo lo anterior sin olvidar el resonado caso del Tibet, en el suroccidente de China. El gigante asiático puede luchar por liderar la economía mundial, pero también hace concurso por alcanzar la cima en violaciones a los Derechos Humanos. En respeto a los DD.HH. no suena descabellado comparar el régimen iraní o chino con el norcoreano, o con las crueldades cometidas en tierras ajenas por EE.UU., Gran Bretaña o la misma Bélgica.
Aunque de tantos sectarios y/o gobiernistas está soportado el funcionamiento del orden mundial, siempre el derecho a protestar regirá el equilibrio sociopolítico del mundo. Ya está comprobado que el poder es el mayor enemigo de la regularidad social, no sólo por sus licencias, sino por la capacidad de corromper y silenciar lo que a su mala hora ofrece.
Habrá que fijarse bien en los silencios gubernamentales, pues allí suelen radicar sus más burdos y vergonzosos pecados, como en nuestro país, en los que la intimidad y seguridad parecen ser una propuesta estatal, más allá de una verdadera garantía y obligación.
La realidad es que hemos perdido hasta la vergüenza y estamos próximos a haberlo perdido todo a cambio de poco, muy poco.
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