Pablo Mejía


Antes de que se implementaran en las ciudades los llamados Sanandresitos era muy difícil conseguir artículos y productos extranjeros. Por fortuna vivíamos muy bien con lo que ofrecía el mercado nacional y en ese entonces la sociedad de consumo no se parecía en nada a lo que es hoy. En Manizales las damas más pudientes recurrían a una señora que vivía en el barrio Chipre y que traía ropa, perfumes, accesorios y demás chucherías del exterior, por lo que en las fiestas de sociedad las mejor vestidas eran las clientas de la reconocida matutera; ya después otras copiaron la idea y aún existen personas dedicadas a traer maletas llenas de mercancía del exterior.
Si uno quería comprar cualquier artículo novedoso, salido de lo tradicional, se desplazaba a la calle 19 entre carreras 19 y 21, donde se asentaban unos comerciantes informales en los andenes y ofrecían sus mercancías en aquellos tradicionales catres de lona que se armaban muy fácil y que fueron tan comunes en casas y fincas para acomodar muchachitos. La gente empezó a llamar esos puestos los agáchese por la necesidad del cliente de doblarse por la cintura para alcanzar algún artículo que llamara su atención y la zona se volvió de visita obligada para propios y visitantes.
Quien quisiera mercarse una loción Brut o Pino Silvestre; unas gafas Ray-ban; si buscaba una candela de gas o el tarrito de combustible para recargarla; si tenía antojo de unos chicles gringos o quería darse el ancho con una chocolatina Milky way; o buscaba ponerse a la moda con unas camiseticas chinas que eran baratísimas, arrimaba allí y después de regatear un poco calmaba el antojo. También vendían casetes extranjeros cuando éstos se pusieron de moda, Maxell, BASF, Sony o TDK, pues los fabricados en el país eran ordinarios y tiro por zambo se enredaban dentro de grabadoras y pasacintas.
Luego aparecieron los famosos Sanandresitos, primero en ciudades de la Costa Atlántica, y quien los visitara no podía regresar a casa sin algunos regalos que eran tradicionales: un paquete de turrones Kraft, uno de galleticas de higo, un frasco grande de Tang de naranja, que no era nada diferente a esas bebidas en polvo que venden ahora a precios módicos; y otras cuantas baratijas con empaques raros y novedosos. El viajero llegaba además estrenando gafas y reloj, chiviados ambos pero muy aparentadores; compraba algunas cervezas extranjeras en lata para chicaniar; un cartón de cigarrillos Marlboro; y un flamante radio reloj para la mesa de noche. No faltaba el que también traía un potecito de la famosa pomada china, la cual según recomendaba el negro vendedor debía aplicarse en la herramienta al momento de entrar a matar dizque para volver locas a las muchachas.
Durante muchos años la gente no tuvo claro si comprar en Sanandresito era legal, porque así las autoridades permitieran su existencia, después de salir uno del lugar con su electrodoméstico lo podían parar en la esquina y quitárselo dizque porque era mercancía ilícita. Un comerciante de Pereira era el zar del matute en los inicios de esa modalidad de negocios y los manizaleños bajaban a comprar allí sus televisores, equipos de sonido, el betamax o el novedoso exprimidor de naranjas, pero tenía que hacer fuerza para que no lo fueran a detener en un retén de las rentas departamentales que había en La Batea, cerca a Chinchiná, porque allá le quitaban lo que trajera.
Lo mismo sucedía a quienes llegaban de San Andrés por el aeropuerto Matecaña, porque aunque el pasajero tenía derecho a traer un cupo determinado, vaya pues explíquele esa vaina a un guarda de la aduana a media noche y en plena carretera. El tipo, seguro necesitado de plata, insistía en que era contrabando y procedía a confiscar botellas de licor y cigarrillos extranjeros, cualquier electrodoméstico o mercancía que trajera, por lo que fueron muchos los que debieron llegar a la casa sin los encargos y además trinando de la ira.
Todavía siento pena ajena al recordar algo que me sucedió cuando trabajaba en el aeropuerto a mediados de la década de 1980. La Industria Licorera de Caldas organizó una convención en San Andrés y entre los viajeros estaba el gobernador, un señor de esos de antes, correcto, serio y de una honorabilidad sin tacha. Y como la ley de Murphy nunca falla, cuando regresaron fue al mandatario a quien le embolataron el equipaje.
Personalmente atendí la queja del ilustre personaje, quien además era amable y sencillo, y me puse en la tarea de rescatar la maleta. Cuando al fin apareció me dio mala espina porque venía sin candado y como supuse, al revisarla el doctor Jaime descubrió que faltaban dos botellas de whisky, un cartón de cigarrillos y otros regalitos que traía para la familia. Yo no sabía qué decir ante semejante situación tan embarazosa y procedí a disculparme mientras le prometía que la queja iría directamente a la presidencia de la compañía, y que haríamos todo lo posible por dar con los responsables. Entonces me palmeó la espalda y debí prometerle que el asunto quedaba entre nosotros, pues arguyó que con seguridad se enteraban los periodistas y mínimo le armaban un escándalo por contrabandista, y que él no estaba dispuesto a enlodar su buen nombre por un par de chucherías.
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