María Carolina Giraldo


Los problemas de este país empiezan por casos como este: "deje el carro ahí, de todas formas no se va a demorar, si viene la policía o la grúa yo le aviso para que lo quite". Lo que pasa es que nos faltamos al respeto en el ámbito público, nos acostumbramos a darle más importancia a una ficción, como puede ser una frontera o una camiseta, que a la dignidad humana.
Es común que en estos escenarios de opinión se hagan, mayoritariamente, análisis de lo macro, dejando de lado los aspectos más singulares, lo micro que también compone lo público. Asimismo, también es recurrente echarle la culpa de todo lo que nos pasa a otros, somos expertos en no asumir responsabilidades personales. En este contexto, nuestros dirigentes resultan ser los primeros y, en la mayoría de los casos, únicos culpables de las debilidades de lo público. Valga la pena resaltar, que no quiero hacer con esta columna un acto de defensa de los funcionarios públicos. En Colombia se hace cada vez más necesario fiscalizar a los políticos, señalar sus vacíos, resaltar sus incoherencias y, sobre todo, castigarlos en las urnas. Sin embargo, esta crítica, fundamental para fortalecer nuestra democracia, no puede convertirse en una salida fácil de las responsabilidades públicas que no competen a todos los ciudadanos.
Y es que le hemos perdido el respecto a lo público, a lo que no es de nadie, pero nos pertenece a todos. En un buen número de casos, nos comportamos como si lo único importante fuera nuestro bienestar personal y el de las personas que nos rodean. Tal vez el escenario más común de irrespeto por la norma, que no es más que una falta de respeto por el otro, por ese que no conozco, que no me es familiar, es nuestro comportamiento vial. Transitamos por las calles, caminos y carreteras como si esto no fuera una actividad riesgosa. Pareciera que procediéramos bajo dos premisas: debo llegar rápido a mi destino final y si no hay un policía de tránsito, o si sé que no me va a multar, puedo incumplir la ley. Se nos olvida que cada vez que cerramos la puerta de nuestra casa, entramos a ese espacio público donde muchas de nuestras actuaciones pueden afectar la vida de otros. Sin embargo, nuestra ceguera es tal que se siguen presentando, de manera endémica, casos de conductores borrachos.
Pero éste es solo un ejemplo, nuestro irrespeto por lo público se puede extrapolar a muchos otros comportamientos, algunos tan simples como no caminar por la derecha, no dar prelación al que sale, no respetar los turnos, no cuidar de los menores, los mayores, las personas en condición de discapacidad, entre otros.
A esta actitud de que lo que impera es la ley natural según la cual sobrevive el más fuerte, o el más vivo, se suma el hecho de que esto parece tener un reconocimiento social aceptado y valorado. Es común encontrar gente que alardea públicamente haber sobornado a un policía de tránsito para evitar una sanción, o que recomienda servicios de asesoría para obtener tajadas de relaciones contractuales o extracontractuales. Esas actitudes no siempre encuentran una sanción del interlocutor, sino más bien, una aprobación de su parte. Al mismo tiempo, se ha vuelto tabú detener este tipo de situaciones y manifestarle al otro que lo que está planteando o haciendo es un incumplimiento a una regla de convivencia. En un buen número de casos, el infractor se siente agredido, como si su comportamiento hubiera sido digno de admirar. Y es que se ha vuelto más grave señalarle al otro que no se está de acuerdo con un determinado comportamiento o idea, que si verdaderamente se le estuviera faltando al respeto poniendo en riesgo su integridad o su dignidad. Por eso hay casos de ciudadanos que se sienten con el derecho de quitarles la vida a otros porque le piden que le baje el volumen a la música, o porque se ponen una camiseta de cualquier color.
Así pues, nos rasgamos las vestiduras porque se pierde la plata de la educación, o porque las EPS niegan la atención prioritaria, mientras pedimos al conductor de la buseta que se detenga 100 metros antes del paradero para podernos bajar, justamente, enfrente de la puerta de nuestra casa.
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