Jorge Raad


¡Se va a morir! ¡No tiene remedio! ¡Váyase a su casa no hay nada qué hacerle! ¡Si sigue igual vuelva! ¡Le quedan tres meses de vida! ¡Quién le dijo que hiciera eso! ¡Qué quiere! Frases iguales pueden ser escuchadas cuando provienen de médicos que atienden pacientes. Estas palabras producen en el enfermo diferentes reacciones, a veces semejantes a las que sienten sus familiares.
Nadie puede dudar que el enfermo es una persona especial, ya sea porque efectivamente tiene síntomas como producto de un proceso que se ha desarrollado en forma aguda o crónica que de alguna manera influyen en su manera de pensar y sentir frente a su dolencia. Pero aún sin tener ninguna evidencia de lesión corporal puede estar comprometido psíquicamente, por lo que también recurre a buscar atención para su persona.
Los médicos han jurado que respetarán determinados principios, los cuales deben ser cumplidos estrictamente cuando ejercen su profesión. Entre ellos hay uno que explícitamente indica que debe servir de apoyo a su paciente, independientemente de la enfermedad que lo aqueje. Es evidente que hay pacientes que por su estado mental no son receptores de palabras o instrucciones directas por parte de quien los atiende, pero cerca de aquellos están los familiares o los amigos responsables de la persona y es a ellos a quienes se deben dirigir las especiales consideraciones.
No todos los pacientes entienden por igual las preguntas e indicaciones, parciales o finales, dadas con motivo de la atención médica, aún en sociedades altamente instruidas. De la misma manera los acompañantes de un paciente, tampoco comprenden de la misma forma todo lo que se le dice a su familiar o amigo.
Con estas premisas hay que definir el entorno en el cual se pronuncian oraciones al paciente, partiendo de las personalidades del médico y del enfermo. Hay que entender a ambos para definir si es una agresión o un simple veredicto con referencia al paciente y su padecimiento. El médico tiene la obligación de entender a su paciente y éste debe estar en condiciones de ofrecerle un espacio de atención para la recepción del mensaje que se le debe entregar.
El médico debe aprender sobre el trato adecuado con su paciente, que mientras para muchos esto ocurre en forma natural, para otros es un proceso que debe llevarse a feliz término. El paciente no tiene que hacer nada, debe ser natural: Ni excitado ni servil. Aunque hay que comprender que en el actual sistema de atención el paciente es maltratado antes del contacto con el médico, y cuando se encuentran el paciente ya tiene una indisposición con todos, inclusive con su médico que en la mayoría inmensa de oportunidades no tiene la culpa de lo que sucede.
El paciente desea que se le atienda pronto, los retardos casi nunca son culpa del médico; el paciente desea que al menos se le reciba con respeto, no necesita de melosidades; el enfermo quiere que se le preste atención, se le mire y se le oiga, aunque el tiempo de atención sea corto; el doliente desea que se le examine adecuadamente y sin brusquedades. El enfermo desea que se le contesten las preguntas, el silencio y la hosquedad no son el camino.
El enfermo espera que el médico cumpla sus promesas; el paciente ansía que el médico le hable, la mudez del doctor y la angustia del paciente no son una buena mezcla; el quejoso desea que se le diga la verdad sin agresión y que la comprenda; el paciente espera que se le den instrucciones claras, sin sobreentendidos ni fragmentadas; el paciente espera que se le expresen palabras o gestos de apoyo, aún con los peores pronósticos.
Finalmente, debe existir una conjunción de intereses entre los deberes y derechos del médico y el paciente. Quien impida una buena relación médico-paciente, cualquiera de los dos, o terceros, es culpable por la pérdida de confianza entre ambos, lo cual es grave.
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