José Jaramillo


Como les sucedió a muchas otras familias en la nefasta época de la violencia política, la de Guillermo Sepúlveda tuvo que emigrar de Manizales, donde éste, como su padre, era periodista. El destino fue ambicioso, porque fueron a dar a Chile, donde permanecieron largo tiempo. Guillermo, inquieto y ambicioso, puso sus ojos en el “coloso del norte”, cuando Estados Unidos era el “sueño americano” y los colombianos no habíamos sido marcados todavía con el estigma del narcotráfico, que tantas puertas nos ha cerrado en todo el mundo, por culpa de unos pocos delincuentes. En ese país el muchacho, laborioso y creativo, al tiempo que metódico y organizado con el dinero que ganaba, progresó; y cuando sintió el llamado de la tierra regresó con ahorros suficientes para comprar una finca, casi en las calles de Sevilla (Valle), que loteó y fraccionó en pequeñas parcelas de recreo, conservando una para él, en la que hizo una cómoda mansión. Así recuperó con creces la inversión y le quedó lo que necesitaba para llevar una vida tranquila y sin afugias. Allí, en un amplio vestíbulo, suele reunirse con sus amigos o invitados especiales para hacer tertulia alrededor de un tema que ha sido su pasión: la literatura y, especialmente, la poesía.
Guillermo, además, tiene el pecado solitario de hacer poemas, que hace circular entre sus amigos en libros de escaso tiraje que él financia. De su obra tengo dos pequeños tomos, uno de ellos rescatado de una biblioteca en Armenia, maltrecho y húmedo, que un místico empastador restauró, con la misma devoción con que los arqueólogos recuperaron para la cultura universal los papiros antiguos. A esos textos recurro por épocas, para recrearme con los sonetos de Guillermo, de perfecta confección clásica y maravillosas figuras literarias, que le han servido al poeta para expresar sus angustias y regocijos, y para halagar muchachas, que derretidas con las melosidades que el poeta les dice -a cada una como fuera el único y gran amor de su vida- caen en sus brazos; y de ahí van a dar a la cama.
Para muestra: “Erótica. (A Lucelly) En tu breve cintura me reclino / y soy de tu cintura el sembrador, / de tus muslos ardientes peregrino, / de tu pubis de seda, cardador.
De tus uvas maduras soy el vino, / de tu trigo dorado trigador, / de tu huella viajera soy camino, / de tu entrega amorosa soy temblor.
Cuando duermes tendida junto al fuego / es tu espalda desnuda tibio ruego: / territorio de lúbrico esplendor.
Con mis besos tu savia se prodiga / y me entrego anhelante a la fatiga / lujuriosa y violenta de tu amor.
Con esa declaración, la pobre Lucelly se dobla como un metro de gelatina negra y el pervertido poeta se lanza por sus carnes como un vikingo, ansioso y temerario.
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