César Montoya


Los adioses están teñidos de púrpura, de miradas que se alargan sobre el dorso de los mares, de pañuelos agitados con ímpetu de vuelo. Crean fisuras profundas y marcan tatuajes imborrables. Ya lo dijo quien padeció esa experiencia: "Partir es morir un poco". Dejan saudades, sellan apegos, vencen las resistencias del corazón. El adiós limita. Trunca horizontes.
Hay mucho de tragedia en los adioses porque es difícil reemplazar a la mujer amada. ¿Quién con su olor a campiña virgen, con su voz de arpa, con su oído exquisito para las melodías selectas, con la escala ascendente de sus manos? ¿Quién con los detalles que melosamente improvisa? Los poetas encallan ahí. En el perfume que embriaga, en el acento dulce de las palabras, en la malicia volátil de los ojos. Cuando el amor está amarrado con nudo gordiano, es imposible amputarlo de un tajo. Es una cirugía que difícilmente cicatriza.
En el amor la palabra adiós es un desgarramiento. Las relaciones de las parejas se terminan por consenso o bien abruptamente. La fatiga, el desgaste, la aburrida prosa diaria, finalizan en una estoica despedida. En cambio, un final que no se espera, tiene la dimensión de una catástrofe. La llamada a calificar servicios, el tañido de las campanas para los misereres, son tragos aflictivos que nos desmoronan.
Se concibe el amor como un tálamo nupcial, saturado de esencias afrodisíacas que programan el fragor tempestuoso de las sábanas. O como un santuario. Como una relación espiritualizada que margina las voluptuosidades, dimensionando el amor como un sendero místico.
O como una lealtad. ¿Habráse visto una fidelidad mayor que la de Penélope con Odiseo, asediada por pretendientes malévolos e insolentes que la requerían en amores? Narra Homero cómo la solitaria y hermosa mujer, ante una presentida pero no confirmada viudez, puso término para una decisión final, al mañero manejo de una rueca con la que perezosamente tejía de día y destejía de noche, aguardando siempre el regreso de su amado. Así engañó el ejército de sus coquetos merodeadores.
El amor, cuando está en calderas de alta temperatura, se convierte en fogata ígnea. Se transmuta en éxtasis, estalla en luces de bengala. Es Ave Fénix que toma vuelo desde los pasajeros escombros que a veces perpetran los enamorados.
Las parejas que se aman cohabitan ángulos extremos. Amor tórrido y odio transitorio, preferencias y desdenes, delirios y fatigas, mañanas tibias bajo los edredones que esconden las vibraciones de la carne y tardes saturadas de cansancios. Melodía de canarios en el despunte de las mañanas y enfoque de oro en los ojos nocturnos de los búhos. ¿Quién entiende la psicología del amor?
Todos hemos padecido las adversidades con las que Eros nos sanciona. Como el corazón no tiene edad, cuántas veces, una y otra vez, hemos apurado la cicuta del abandono. Mujeres que al decir de Alberto Ángel Montoya "hicieron más amarga nuestra vida".
¡Ah vano el corazón de la mujer!
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