Cristóbal Trujillo Ramírez


Hace algunos días me encontraba en una reunión social, compartía un momento de integración con un grupo de docentes directivos en un sitio de eventos de la ciudad de Manizales; de repente, me abordó una dama y me solicitó que le dedicara unos minutos; aparté una mesa y me dispuse a atender su petición…
¡Hola!
¡Qué tal!
¿Te acuerdas de mí?
La verdad, no.
¡Qué lástima!; ¿cómo así que tú no te acuerdas de mí?, tú fuiste profesor mío.
Mujer, son más de treinta años en la docencia, ya te imaginas cuántos estudiantes han tenido que ver conmigo, te ofrezco disculpas, pero, dime, ¿dónde te enseñé?
En Chipre, en el Instituto, me diste cálculo en undécimo; por cierto, nada aprendí de matemáticas, seguramente no fue culpa tuya, yo era una niña de pésima condición académica, nadie daba un peso por mí, todos garantizaban mi fracaso…
Bueno, ¿qué ha sido de tu vida?
De eso, precisamente, te he querido hablar hace mucho tiempo. He intentado acercarme a ti, pero no he tenido el valor, solo hasta ahora me atrevo; mira profe, a ti te debo mi vida, hoy; tú fuiste definitivo en mi proyecto de vida, contigo aprendí que la pobreza es solo una condición y, no, precisamente determinante para el fracaso; de ti aprendí el coraje, el esfuerzo, la superación y el compromiso con el éxito, así las circunstancias de la vida no sean del todo favorables; logré ir a la universidad, me gradué de licenciada; hoy, soy docente y llevo una vida digna, me siento realizada como mujer y como profesional; profe, ¡gracias, muchas gracias!
Hasta ahí, la anécdota. La verdad, fue un momento muy gratificante en mi vida y deseo con ese referente hacer un par de comentarios: el primero, tiene que ver con las satisfacciones que nos entrega esta vocación, la de ser maestros, exigimos estímulos que reconozcan la trascendencia de nuestra carrera, exigimos que los salarios y las prestaciones sociales dignifiquen nuestra labor; en fin, merecemos condiciones laborales acordes con la dignidad de nuestra tarea y, todo ello, es apenas justo y merecido; hoy, deseo resaltar el valor de esos sentimientos no económicos, intangibles, esos que no nos damos cuenta que existen y los tenemos, como ese que me hizo la profesora de la anécdota existen muchos; en la profundidad de nuestro corazón debemos albergarlos y tenerlos como patrimonio invaluable de nuestra vida.
El segundo comentario que me suscita la anécdota es el de que la niña no haya aprendido matemáticas, pero sí mucho de la vida. ¿Cuántas veces los maestros no nos ocupamos de la vida por enseñar?, ¿cuántas veces no le hablamos a los estudiantes desde sus necesidades y carencias y, sí desde las demandas de los estándares curriculares? Por supuesto que me preocupa que no se hayan logrado aprendizajes básicos en el campo de las matemáticas, pero, me satisface, enormemente, saber que en clase de matemáticas se haya asimilado una lección de vida, determinante en su existencia.
Hago un reconocimiento desde esta columna a los maestros que han logrado pisar fuerte en el corazón de sus estudiantes y dejado en ellos huellas imborrables; además, los invito para que trasciendan su labor, para que sin desatarse de los requerimientos técnicos y curriculares, nos involucremos en la realidad sicosocial y afectiva de los estudiantes y les motivemos aprendizajes para la vida.
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