José Jaramillo


Las cosas irrepetibles no suceden más de una vez. La excepción ha sido la explotación europea a las colonias de ultramar, que se ha producido a lo largo de cinco siglos, y no para. Por el contrario, se reafirma e incrementa. El primer objetivo fue el oro, que se llevaron de tierras americanas españoles, ingleses, alemanes, portugueses, franceses y holandeses por toneladas, y aún explotan, bajo la figura de concesiones, que tiene una leve remuneración económica para los países explotados, pero un costo incalculable en depredación del medio ambiente. Además del oro y otros metales preciosos, al escarbar las multinacionales mineras la tierra y los lechos de los ríos, encuentran otros minerales que antes no se conocían, pero que la ciencia ha descubierto que son útiles para muchos menesteres industriales, como los instrumentos tecnológicos, por ejemplo.
Los bancos, las corporaciones financieras, las aseguradoras y las empresas de servicios públicos básicos (industriales, comerciales y domiciliarios), que se crearon con el esfuerzo de inversionistas criollos y con aportes comunitarios, para estimular el desarrollo y mejorar la calidad de vida de los ciudadanos, poco a poco han caído en manos de los pulpos internacionales, principalmente europeos, al amparo de la globalización y con la complicidad de vende-patrias criollos, camuflados de asesores financieros, que se mueven entre las entidades oficiales (ministerios, superintendencias y altos cargos en compañías industriales y comerciales del Estado) y las presidencias de las multinacionales, para facilitar el latrocinio del patrimonio de las neo-colonias. Este juego, con ventaja y alevosía, permite que los rubios y zarcos se queden con empresas de alta rentabilidad, mediante pagos que no son más que "ires y venires" de papeles; y que en poco tiempo recuperen la inversión, se lleven la plata y se queden con el negocio, para explotarlo mientras resulta a quién vendérselo. Y así rueda "la inocente pelota", como en los juegos de mesa de las ferias pueblerinas.
Con la agricultura la cosa es distinta, pero igual de grave. Muchas plantas medicinales que los aborígenes utilizaban para fines curativos: masticadas, en infusiones o en emplastos, los europeos las cultivaron en forma extensiva, en las mismas colonias y en tierras usurpadas a los nativos, y luego las industrializaron, para venderles el producto a los mismos aborígenes, en pequeñas dosis lujosamente empacadas… y carísimas. Para mencionar un solo caso, la quina, con la que los indios de la amazonia se curaban el paludismo simplemente masticando las hojas, terminaron comprándola en cápsulas o en jarabes, que los hábiles industriales europeos patentaron como "descubrimiento".
El café fue muy buen negocio hasta que se "inventaron" las plagas, que es necesario combatir con químicos que producen los laboratorios europeos, o sus concesionarios criollos. Y se impuso el abono químico como indispensable para la producción cafetera, con lo que lograron los industriales volver adicta la tierra a sus productos. Cuando en los cafetales había matas de plátano, naranjos, limoneros, guamos y carboneros, que además de sombrío producían abono orgánico y eran el hábitat de las aves que limpiaban los palos de café de plagas, la caficultura era negocio. Pero los "sabios", haciéndoles el juego a los laboratorios europeos, crearon las plagas y, por ahí derecho, los remedios. Y se sentaron todos a vivir del sudor de los campesinos.
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