José Jaramillo


Desconocer la historia, o despreciarla, reduce el espacio del conocimiento político y social al momento presente, para que se pierda la posibilidad de madurar, aprender de las experiencias, enmendar los rumbos equivocados y programar el futuro. Algunos predicadores religiosos proclaman que el pasado es un muerto y el futuro un fantasma, para que la gente se aferre al presente, que casi siempre está rodeado de miedos, que constituyen el seguro de permanencia de la feligresía. O clientela, se si prefiere. Y como los historiadores son pocos, y no siempre están alistados en la clase dirigente, las sociedades son orientadas por líderes que las llevan al vaivén de las circunstancias que convengan a sus apetitos de poder, o a sus intereses de esplendor y fortuna.
Otra cosa preocupante es que la historia siempre ha estado politizada, al menos en lo que conocemos en Colombia, porque en épocas de bipartidismo sectario las cosas se les presentaban a los educandos según quien escribiera los textos, o quien financiara las ediciones. Y después, el trabajo de los historiadores serios y objetivos, afiliados a las academias, no trasciende, porque las ediciones de sus libros son muy limitadas, y porque en colegios y universidades no se conocen; y menos se enseñan, por supuesto.
De ahí que la gente se alimente históricamente de lo que dicen los periódicos y los noticieros, que no pasa del día a día. Lo demás se pierde en las nebulosas del olvido.
Estas divagaciones tienen que ver con el registro melancólico de lo que ha sucedido en el país durante los 50 años precedentes, ¡dos generaciones!, cuyo balance es pobre de solemnidad. Vamos por partes. El mal ejemplo de la riqueza conseguida por el crimen mandó al rincón de los deshechos a las obras de misericordia, las virtudes teologales y los mandamientos de la Ley de Dios. Y acabó con la vida de miles de jóvenes. Los políticos, gracias a un cambio de estilo en los procedimientos proselitistas, pervirtieron a la gente con el clientelismo y la compra de votos, para relegar a los patricios, cívicos, sabios y honestos, en un proceso que ellos, los políticos, llamaron "relevo generacional". El producido de la explotación de los recursos naturales se despilfarró con el reparto de las regalías, entregadas a mandatarios de regiones que se las endosaron a guerrilleros, paramilitares y contratistas corruptos de obras públicas. De esto no quedan sino elefantes blancos y proyectos inconclusos. La vocación agrícola se acabó, junto con el autoabastecimiento de las familias campesinas, por el desplazamiento forzoso, y por las "innovaciones" de los técnicos, cuyos sistemas productivos juegan a favor de las multinacionales productoras de insumos agrícolas, en detrimento de la tierra, del medio ambiente, del ecosistema y del bolsillo de los campesinos. Y aquí hay que decir con la expresión coloquial: "Ni me la siga".
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